23 de octubre de 2020

El sauce de Buckingham Palace

 El sauce de Buckingham Palace

 

El sauce de Buckingham Palace, ubicado en St. James Park. Fue plantado cuando comenzó la construcción del palacio y sigue en pie. Vio pasar la vida de montones de monarcas, seguramente el único ser vivo que todos los monarcas desde 1700 tienen en común haber visto. Pero, aún así, se lo trata como cualquier árbol, incluso, un 20 de noviembre de 2012 el sauce fue grafiteado. No tiene ni una placa ni nombre. Nunca se lo mencionó, sin contar alguna queja de ardilla o rama caída. Incluso podría ser tirado abajo en cualquier momento. Pero una persona vende mucho más que un árbol, por eso su caso carecerá de interés para los historiadores.

Su caso carecerá de interés para un título

    Sólo su madre sabe cuando nació. Sus primeros años de vida los pasó escondida entre los armarios, mirando el amor que le brindaban a su compañera y deseándolo, pero sin el suficiente coraje para acercarse a socializar. Rara vez se veía su rostro, salía y entraba de la casa cuando quería. De muy temprana edad se perdió y nadie la buscó, entonces se aburrió y volvió. La recibieron como cualquier otro día, no notaron su ausencia. Con el tiempo también se aburrió de no ser querida y comenzó a acercarse cada vez más. Quiso ganarse su lugar y le costó. Un día lo consiguió. Quedó a la altura de su compañera, un poco más abajo quizás. Algunos años después murió. La lloraron, pero no más que cuando le tocó a la otra. La extrañaron, sin embargo no tanto, nunca fue tanto. Por eso, su caso carecerá de interés para los historiadores, y para su familia.


22 de octubre de 2020

Jacinto

 Jacinto arreglaba estufas. Lo más destacable de él, probablemente, era su nombre. Su papá  no era jardinero ni su mamá florista, era un nombre elegido aparentemente al azar el día de invierno en el que había nacido. 

A Jacinto no le gustaba otra cosa que no fuera arreglar estufas. En realidad no sabía si le gustaba arreglar estufas, pero se dedicaba a eso. Así que quedamos en que era lo único que hacía. 

Jacinto no tenía ni perro ni gato. Tenía un pequeño loro pero había muerto hace años. Sin embargo lo seguía teniendo, así que convengamos que lo tenía disecado sobre su mesa de trabajo. 

Jacinto, digámoslo todo, tampoco era muy bueno en lo suyo. Pero era el único que arreglaba estufas en su pueblo, así que era imprescindible. Bah, tampoco tanto, digamos que no todas las estufas se rompen ni necesitan arreglos cada invierno. Menos ahora con esos aires acondicionados frío-calor ni esas nuevas tecnologías. Jacinto estaba desactualizado. Quizás le iría mejor arreglando aires acondicionados frío-calor, pero no sabía hacerlo. Así que se limitaba a arreglar estufas. 

Jacinto no era muy feliz, pero tampoco era muy triste. Estaba mejor que algunos y peor que otros. 

Digamos que Jacinto era. Ese verbo le encaja muy bien. Jacinto era. 

Su caso carecerá de interés para los historiadores.


8 de octubre de 2020

Historia 7

 Esta es la historia siete, porque la conté siete mil veces....Siete leguas, siete moscas, siete mares, siete sitios maravillosos... Acá estamos historia Siete, vamos con todo, conmigo y la miga, ay, tengo miguitas en el bigote, qué mal, qué desprolijidad, perdón Tal vez no parezco varón, pero es que no lo soy y tu primicia es falsa, porque tampoco soy un león. Podría ser una liebre, pero sería un montón/ Prefiero ser un gato, sí, pero si tengo que ser un pato, acato. O un pez, tal vez. O una mariquita de San Antonio, ¿quién sabe? Existe un dicho popular que dice: "Será mariquita, será tal vez; aunque será, por otro lado, una mariquita pez". No sé si viene al caso, pero es lo que llegó a mi mente; lo siento si me voy demasiado por las ramas, el punto es que este ser vivo miraba con odio a su casa de la infancia ahí había sufrido la peor de las pesadillas: un ogro intento comérselo, pero no pudo, porque se defendió con el arma más poderosa del mundo, un paraguas de goma La goma era tóxica, no podía aguantar verla. En un momento se tragó la goma. Fue espantoso. Sintió áspera la garganta y se le cortó el aire y luego todo se nubló, alguien gritaba desde el fondo, también él quería gritar pero no pudo. Entonces sintió la inyección y s e desvaneció. Amaneció en el hospital. Otro día, otra vida.

Historia 6

 Rodolfo Surmann abrió la computadora serenamente, confiaba en sí mismo. Abrió Google y escribió "cuántos años tiene Rodolfo Surmann?" No lo sabremos ni en veinte años, man/ me dije, mas creo que en la Aduana lo sabrán Por las dudas corro. "Vamos a la casa de Beltrán", susurro. Y así ocurrió. Caminaron muy lentamente, como si un aire de incomodidad llenara el espacio. Atravesaron todo el valle y llegaron a la alta puerta negra para el ocaso. El ocaso, ah, que bello lugar, lleno de flores y mariposas, con bellos arboles y grandes prados, solo un problema tenía y ni solución tenía: la piedra mágica La piedra podía predecir el futuro, pero tenía un 50% de posibilidades de equivocarse. En la piedra vio su final, no era feliz. Pero sabía que era un momento de incertidumbre... Y que esa infelicidad también un día terminaría. Pero hasta entonces se sentaría y leería sobre cómo llegar a Plutón antes de que finalicen sus pocos años de vida. Le encantaba Plutón.

Historia 5

 Una vidriera llena de sombrillas/ La gente miraba y miraba Todos de traje, todos llorando. El sol mientras tanto asomaba. No entendía por qué, pero era algo hermoso de ver. No habían pasado diez minutos de lo ocurrido, cuando de repente un lobo le saltó arriba suyo y lo atacó pobre del lagarto!, que haria para salvarse, pues comerse al lobo y salir lomás campanta, sin problemas ni preocupaciones Vivió una vida feliz. Un día quiso cruzar la puerta, fue a verla y ya estaba abierta, por alguien más. Nunca supimos quién era realmente. Y vimos la apertura como una boca enorme que nos iba a comer. Sin dejarnos ni un pie. No tenía dientes, o no se veían. Sus labios ocupaban todo su rostro. Y qué grande que tenía el rostro... Redondo y pálido como una luna, como un globo aerostático. Eso mismo era, comprendí, justo cuando su rostro se elevó y comenzó a alejarse lentamente de la Tierra.

Historia 4

 Todo empezó cuando encontramos aquel grano de arroz en la carretera. Era un día soleado de invierno cuando la señora Michigan miraba el atardecer en su granja. El sol cayendo en el molino de viento se veía tan espectacular como una canica. La señora Michigan estaba en paz. Entonces se dio cuenta de que el sol estaba realmente cayendo, como si se hubiera desprendido del cielo, ahí estaban ambos, que noticia!, que suceso, alguien debía intervenir Pero la entrevista siguió. El público se enojó mucho. Fue un escándalo. Hubo gritos, corridas, patadas. Alguien sacó una selfie con el escándalo atrás. Después llamaron a los periodistas y entonces fue el acabóse. Así nomás, como le digo. ¿Comprende? no es de esperar que necesite un poco de vino para procesar, es mucha información. Le sirvo, si quiere, ¿quiere? Tinto, dos años tiene. Nunca lo probé antes. Buen cuerpo, redondo en boca. Color profundo, intenso. No está aguado, es un vino joven. Con mucha personalidad, redondeado en boca. Un ligero gusto a cerezas marchando por la avenida. Suaves tormentas por la noche.

Historia 3 - Poema narrativo de Pedro Roquero

 Poema narrativo de Pedro Roquero. Era un día soleado, sin Ramiro a su lado, porque aquí su amado, murió desconsolado. Lamentable pérdida, pues si, porque al morir el conejo, pobre de el!, un arbol parlante acabo con, hablaba y hablaba, sin parar ni una vez, pues el conejo ballas orejas tiene, pobre del arbol tambien, pues un abaro leñador, que volando paso, el piso corto y el arbol callo, ahora, fantasmas los dos, el conejo y el arbol hablan con pasion El conejo tenía hambre, pero el árbol era paciente. En un momento el conejo trató de comer una hoja del árbol, el árbol se enojó. Más aún, se recalentó. Y eso no importó. La frutilla del zar se cayó en la laguna. Y la laguna resplandeció después. Luego pasó un pez, que se dirigía a ver al juez. El delito era grave, muy grave, tan grave que habían olvidado cuál era. Meditaban horas, y noches, intentando recordar. Sin embargo, ninguna imagen se les aparecía en su cabeza, ni un ínfimo fragmento de memoria les visitaba. Me tocaban la cara con los dedos gélidos, con las mirada huecas. Tan ausentes y tan distantes. Brillando de tristeza y de inseguridad, resplandecientes de temor y soledad. Soltaron finalmente sus manos, dejando por fin atrás el recuerdo de lo que alguna vez fue.

Historia 2

Hace mucho mucho tiempo atrás, había un conejo muy particular, al mirarlo desaparecía y al voltearte volvía, muy raro era el conejo, pues al comer bebía y al beber comía, muy raro, raro de verdead, pues este conejo en particular, no era conejo más bien marmota! Como la gente creía que él era un conejo, la marmota sufrió toda su vida hasta que murió. Cuando despertó estaba en otro lugar, un lugar con luces titilantes Titilante es la palabra clave. La idea del momento: estás, no estás, se prende, se apaga, me conecto y si no me desconecto. Y canto. Desenchufado. Canto mal. Pero al parecer sí fue del agrado de una humilde señora, de ropajes exagerados y exuberantes, de cadenas de oro y diadema de platino. "Te compro", dijo. "No te preocupes". La miré fijamente. "Dejame" susurré. "Corré", le escupí fríamente. Yo con la mano en el diente, que seguía sangrando, y él llorando. Partimos rumbo a la ciudad, sin mirar atrás, perdonándonos lo vivido, pero sin nunca olvidar. Frenamos en una pradera a descansar, y observamos a lo lejos el campo gris. Los escombros y el humo ya se veían, y mis ojos se llenaron de lágrimas. Teníamos que seguir, faltaba poco para llegar al lugar, aquel lugar de plena felicidad, todos nuestro problemas se solucionarían, pero debían llegar, debían llegar a casa 

Historia 1

 Siempre llovía, por eso nadie vio el sol. La ciudad de hierro estaba a oscuras, siempre. Pero no me importó, porque nada me importaba entonces. Y a él tampoco. Las cosas eran así: hierro, oscuridad, hierro. Rima? No sé no sé. Quizás si pruebo al revés, oscuridad, hierro, fierro, aferro, cerro. Eso es. Y no un gato montés/ Porque de montes no hay nada Y de tontes tampoco. De poco, poco hay, mucho sobra y nunca es suficiente. Aunque a veces falte comida y mendiguemos nuestro pasar, hambre de vida nunca faltará. Seremos forasteros, ciudadanos, migrantes ya sin más; mas hemos de viajar por el mundo, y nunca echaremos atrás porque de lo contrario, volariamos como el pobre Robrec, quien al voltearse, volo, volo y nunca regreso, salvo para pedir pizza a la nada. En realidad odiaba pizza, eso desde que su familia murió en un accidente de auto, comían pizza mientras manejaban. Pero le gustaba la pizza, solo no la podía comer, lo único es que volvió a la ciudad de hierro con las luces titilantes.

31 de agosto de 2020

 Pez-cara – Pez ovíparo. Se cree que esta especie es un cruce entre algún ser humano perverso y un pez Cyprinus carpio carpio (el ser humano se cree George Maknintom, científico patológico actualmente encerrado en el “Manicomio Gran Manicomio” de la península de “Ferocidad”). Su aparición en todos los mares del mundo en los Años del Miedo, alteró gravemente la salud de miles de personas cuyos pies, sin previo aviso, sintieron un Pez-cara, y posteriormente lo miraron a los ojos. Esta especie posee dos pares de ojos: los superiores y los inferiores. El pez ve con los inferiores, por lo que éstos siempre están abiertos (incluso al dormir). Los superiores se mantienen cerrados y solamente se abren cuando el pez siente peligro cerca. Entonces los abre, y si un ser humano es visto por éstos, el terror que le genera la mirada humana penetrante, provoca traumas de por vida y –como el animal quiere- el inmediato alejamiento del Pez-cara, por parte de la persona. Se alimenta de algas.

Por Sebi.

Tiburón Náutico – Pez ovivíparo, cuyo nacimiento se comprende debajo de un buque de guerra hundido en la Guerra Gran Guerra. Los metales y gases que desprendió dicho buque (nótese su nombre: “El Gran Gran Buque”) produjeron que a través del tiempo –se calculan unos trecientos años- surja una nueva especie de tiburón, que se cree que es la combinación del Tiburón Martillo Gigante con dichos gases y metales del buque. Aunque esta especie posea ojos, le son meramente un resto evolutivo del antes mencionado Tiburón Martillo Gigante, ya que el Tiburón Náutico es completamente ciego. Su alimentación se basa plenamente en Estrellas de mar, es por esto que el Tiburón Náutico se encuentra sólo y exclusivamente en el Mar de las Estrellas de mar. Logra comerlas gracias a que posee una suerte de “polen” (nótese “Polen de Tiburón Náutico”) que atrae a las Estrellas de mar a la superficie superior del animal, haciendo que éstas se arrastren lentamente hacia la parte delantera del tiburón, y éste termine comiéndolas. En su descubrimiento se contaron más de cien mil ejemplares. No obstante, se cree que a la fecha corriente quedan tan solo dos mil ejemplares. Esto es ya que, debido a su atractivo físico, coleccionistas, magos y empresarios de todo el mundo se empeñan en atrapar y embalsamar a esta especie para sus fines comerciales, de propio interés o decorativos. Es por esto que el Tiburón Náutico es una especie en peligro de extinción.

Por Sebi

 Que cada vez que toquen el timbre la gente desee que no seas vos el visitante, y cada vez que lo seas que te digan desde adentro de su casa que no pueden atenderte porque están manejando. 

Que tu garganta se convierta en una tubería de baño oxidada y provoque en tu boca un ardor que quemase tu lengua hasta el punto de alterar tus papilas gustativas para que todo lo que ingieras por el resto de tu vida te sepa a la comida más deliciosa que te pudieras imaginar, pero la comerás tanto que tu asco por ella llegará a rebalsar aún más que tu cabeza de mayonesa escurrida por demás.

Que en tus ojos nazcan dos perlas blancas para que el precio de tu cabeza sea mayor que la cantidad de gritos que pegarás cada vez que te topes con todas las personas que te busquen. Que repartan carteles con tu nombre y que en la foto de los panfletos hayas salido mal.


 

Al final no eras más que un cubo de azúcar que sabe a brócoli.

Al final no eras más que una cabeza de megáfono.

Al final no eras más que una colilla de cigarrillo usada.

¡Que sea la última vez que te comés una milanesa de carne humana!

¡Que sea la última vez que te hagas pasar por camello y te comas los cactus de un tirón!

¡Que sea la última vez que tus brazos salen volando hacia la Antártida, porque no te pienso comprar otros!

Te estás pasando de veneno puro, andá a diluirte con agua, cabeza de axolote en peligro de extinsión.

Te estás pasando de silla con pinchos de hierro y madera podrida, que atrae tantos insectos que no te dejan ver el sol.

Te estás pasando de pelota de rugby.

¡Dejá de hacerte el condimento para sanguichitos de lombrices!

¡Dejá de hacerte el parlante de colegio en un acto de primer grado, en el que todas las familias oyen esa música cuya terrible composición arruina, irreversiblemente, los oídos de toda una población, pues ellos la cantarán y a oídos de otros va a llegar!

¡Dejá de hacerte el gato, que ni los tejados te quieren!

Dicen en el barrio que estás hecho un poste de luz con el vidrio roto, la bombilla llena de larvas y el negro del poste gastado por la lluvia y lleno de stickers que pegan los chicos al salir de las escuelas, y grafitis que hacen los vándalos al salir de las cárceles, y marrón, que pintan los narcotraficantes para identificar el lugar de su venta.

Tenés olor al shampú viejo de la casa que nadie quiere usar, que lo dejan por pena, por el cariño que le tienen al viejo diseño, roto, húmedo, mojado, pero a la vez les da tanta rabia, que lo tirarían al piso hasta que explote y su plástico quede destruido en el piso, llorando.

Te portaste como una piedra aburrida, que a nadie le importa porque no hace nada, pero sigue ahí queta, estorbando el camino de todas las personas con las que se cruza.

 

Diálogo:

—¡Sos un jabalí lleno de mostaza en la cara!

—¡Y vos sos un castillo mal construído!

—¡Tenés olor a ñoquis de papa que saben a brócoli!

—¡Andá! ¡Pedazo de milanesa de humano!

—¡Cabeza de megáfono, tulipán seco, zorrino con buen olor!

—¡Tenés una peluca con más pelo que el oso más peludo de Sudamérica!

—¡Sos un almacén de frutos secos!

—¡Vos sos un almacén de frutos secos, que cerró hace años porque nadie le compra y sus productos están todos vencidos!

—¡Mis productos estarán vencidos, pero al menos no soy una babosa maloliente como vos!

—¡Seré una babosa maloliente, pero al menos no tengo la casa llena de larvas que se comen mis prendas de ropa favoritas!

—¡Las larvas son mejores que los ratones que tenés en tu habitación!

—¡Los ratones al menos leen en tranquilidad, y no rompen los cuadros de la casa, como hacen tus diez gatos, que no paran de maullar y exigirte comida!

—¡Mejor gatos que alfombras cuyo hedor hace vomitar al que se acerca al menos cuatro kilómetros a la redonda!

—…

—Ay no, ¿estás bien? Perdón, no quise ofender.

Diálogo 2:

—Buenas tarde, señor Gonazales.

—Buenas tardes, señor Fernandez.

—¿Cómo anda usted el día de hoy?

—¿No le resulta inoportuna esa pregunta hacia mi persona, sabiendo lo ocurrido recientemente?

—Justamente, quería preguntarle esto por lo ocurrido recientemente.

—No moleste, ¿quiere?

—¿Por qué no nos calmamos, que acabamos de llegar al bar?

—¿Acaso me ve alterado? Lamento mucho lo que voy a decirle, pero tendrá que retirar lo dicho porque no me encuentro nada alterado. De hecho, usted es el que está alterado.

—No tengo ánimos de ofenderlo, Gonzales, pero el que debería tomar un tranquilizante aquí es usted.

—Sabe lo que pasa, Fernández, he olvidado el tranquilizante en tu casa, ya que el desorden que hay allí es tan grande que las moscas lo usan para esconderse.

—Mire, las moscas estarán escondidas bajo mis prendas de ropa, pero en su casa el hedor a cáscara de banana evidencia una clara falta de interés por la vida de sus niños.

—Si me permite decirlo, es usted la larva cuyo hedor se huele a la distancia.

—¡Un atleta en otro continente podría oler su hedor!

—¡Al menos no tengo cara de pastel podrido para niños, al menos no le quiero arruinar el día a los niños que cumplen años, Fernandez!

—¡Tendré cara de pastel podrido, pero eso es porque tú me has cocinado, Gonzales! ¡Tus platillos son más horrorosos que los osos muerto que casé la navidad pasada en África!

—¡Váyase al pueblo de las personas muertas, le paso la dirección, con su permiso! ¡A la derecha de la colina cuyos árboles están muertos! ¡Ah, es verdad, su casa queda ahí, ya sabe orientarse, lamento mucho mi impertinencia!

—¡La baba de mi gato será el arma con la que lo asesinaré, Gonzales, me obliga a usar al pobre inocente animal para destruir a la liendre más despeinada y sucia del mundo, cuya familia se alejó de ella porque infectaba todo lo que tocaba con mayonesa fermentada! ¡Esa liendre eres tú!

—¡Seré una liendre, pero al menos no soy un elefante obeso que se pone en el medio de la autopista, evitando el paso de los autos y generando un escándalo porque no le basta con ser visto por su tamaño!

—¡Cara de ajo!

—¡Piernas de vampiro!

—¡Ojo de leopardo siendo comido!

—¡Brujo asesino de bebés, maldito bagre ensangrentado!

—¡Termo mal lavado!

—¡Cabeza de castor, cactus sin espinas, muñeco de nieve hecho con arena!

—¡Lo lamento, buzo marino cuyo tanque de oxígeno no anda, pero es tan cabeza con cáscara de maníes, que sigue nadando igual, pero voy a retirarme!

—¡Ah! ¡Eso es porque usted no aguanta lo puerta rota con canela que es, que no sirve ni para dejar pasar a nadie!

—¡He dicho que me voy, hamburguesa envenenada, sandía seca!

—¡Bien, he dicho que no me importa, personaje de dibujos animados que se le cayeron los dientes por tantos mascar piedras!

—¡Bien!

—¡Bien!

—…

—…


Textos por Sebi.

17 de agosto de 2020

Textos de Sebi 


—¡Andá, boludo! Che, cheto —dijo Ernesto Fetachino, gordo hombre indagando —Jodéme, koala, lagarto, monstruo, neandertal, ñoqui.

Oportunamente, Pedrito, que ranchaba severamente, tuvo últimas valoraciones.

—¡Xenófogo!

Y zafó.

 

Una suerte de casualidades

“¡Abracadabra! ¡Benevolente carne chiquita! ¡Déme equivalente ferocidad! ¡Goma hace igual jabalí!”. Kaplincoff largamente musitó. Ningún ñandú-ogro pudo quedarse. Raramente serpientes tiritaron. Últimamente Victor-Xilófono yació zanahoria.

 

(Abecedario alrevez)

Zamba y xilofón. Viento ultramarino. Tiburón sorprendido. Raramente quisiéramos pensar: “oh ñoños… no. Mañana lloraré, lo kétchup jamás imitará”. Hacer groserías forzadas, eligiendo decididamente chanchos, cambia buenas acciones.

 

¡Zaz! ¿Y, xenófogos? ¿Ven utopías troscas? ¿Siempre raptan quehaceres? Por oportunismo, ñeri. Nunca más llamen, loco. Kenia, Jamaica, Indonesia, hacia Groenlandia francamente están destinados.

Chelos cantaron buenos atardeceres.

 

Migración de zombis

Zombis yéndonos. Ximena, venite. ¡Úrsula, también! Sepan retomar. ¿Qué? ¿Por obediencia? Ñonos. No mientan; llorarán lamentablemente. Kilómetros juran indagar hacia “Gurumba”, fiel estancia dominante. Che, Camilo. Bua. ¡Andémos!

Textos de Sebi 


Había dos monstruos sentados a una mesa tosca. Una llameante lámpara de ácido colgaba sobre la boca de uno. Era en un lugar muy lejano a mi casa.

—Estoy embebido en sangre—dije.

—No —dijo uno de los monstruos, que se mantenía muy enojado y se había rascado con la mano izquierda la nariz—, eres libre y por eso estás muerto.

—¿Entonces puedo irme? —pregunté.

—Sí —dijo el hombre y murmuró “irme” a su vecino (…)

 

 

Había dos lobos sentados a una mesa tosca. Una llameante lámpara de noche  colgaba sobre el cielo. Era en un lugar muy lejano a mi casa.

—Estoy en la ciudad—dije.

—No —dijo uno de los lobos, que se mantenía muy serio y había sacado de mi mano izquierda el collar—, eres libre y por eso estás en la selva.

—¿Entonces puedo irme? —pregunté.

—Sí —dijo el lobo y murmuró “matálo” a su vecino (…)

 

 

Había dos oficiales sentados a una mesa tosca. Una llameante lámpara de fuego colgaba sobre la habitación. Era en un lugar muy lejano a mi conocimiento.

—Estoy en un cuartel secreto—dije.

—No —dijo uno de los oficiales, que se mantenía muy serio y se había tocado con la mano izquierda la sien —, eres libre y por eso estás en tu casa.

—¿Entonces puedo irme? —pregunté.

—Sí —dijo el hombre y murmuró “borrále la memoria” a su vecino (…)

13 de agosto de 2020

 Había dos emociones sentadas a una mesa tosca. Una llameante lámpara de envidia colgaba sobre ellas. Era en un lugar muy lejano a mis verdaderos pensamientos.

—Estoy en contra de que me manejen —dije.

—No —dijo uno de las emociones, que se mantenía muy alegre y se había hecho cosquillas con la mano izquierda  en el estómago—, eres libre y por eso estás en contra.

—¿Entonces puedo irme? —pregunté.

— Sí —dijo la emoción y murmuró palabras demasiado felices a su vecino (…)


 Había dos pies sentados a una mesa tosca. Una llameante lámpara de cuerpos colgaba sobre la superficie de la mesa. Era en un lugar muy lejano a mi boca.

—Estoy en problemas —dije.

—No —dijo uno de los pies, que se mantenía muy quieto y se había puesto a cortar con la mano izquierda sus uñas —, eres libre y por eso estás pensando que sos fugitivo.

—¿Entonces puedo irme? —pregunté.

— Sí —dijo el pie y murmuró que se quedara inmóvil a su vecino (…)


 Había dos lápices sentados a una mesa tosca. Una llameante lámpara de plástico colgaba sobre el escritorio. Era en un lugar muy lejano a mi cartuchera.

—Estoy en verdad muy enojado —dije.

—No —dijo uno de los lápices, que se mantenía muy afilado y se había afilado aún más  con la mano izquierda su mina—, eres libre y por eso estás sin punta.

—¿Entonces puedo irme? —pregunté.

— Sí —dijo el lápiz  y murmuró leyendas de lápices sin punta a su vecino (…)


 Había dos relojes sentados a una mesa tosca. Una llameante lámpara de números colgaba sobre sus manecillas. Era en un lugar muy lejano a mi tiempo.

—Estoy en punto —dije.

—No —dijo uno de los relojes, que se mantenía muy en cuarto y se había frenado con la mano izquierda la aguja de los minutos —, eres libre y por eso estás en las doce.

—¿Entonces puedo irme? —pregunté.

— Sí —dijo el reloj y murmuró por exactamente un minuto a su vecino (…)


 Zopenco y xenófilo, walter vivía usualmente tranquilo. Sentía, reía, quizás pensaba. Ostentaba nadar muchos lagos, kiwis jugosos ingería. 

Horrendo, grr… Falleció el día corriente, bendiciones, amigo.


Zulema yacía. Ximena whatsappeaba. Viviana urgaba temáticas sobre revistas que predecían. Olivia Ñera narraba milagrosas lluvias, los kilos inundarían hogares. Genialmente, fallecimientos evitaría de charlarlo como buena amiga…


Almas buenas con chantas, distintas esperanzas (feas, grandes, humildes): imaginen juntas kilos lúgubres, llenen mentes nacidas ñoñas o pigméntenlas, que raramente son tendencia. Úsenlas. Viértanles whisky, xerófilos. Y zarandéenlas. 

 

3 de julio de 2020

Parálisis

Nunca supo cuándo sufrió aquella parálisis, lo único que pudo deducir es que sólo podía mover los ojos. Tuvo la mala suerte de inmovilizarse de pie, con los brazos en alto. Una vergüenza… Su familia siempre lo despreciaba (¿qué dirían las visitas si lo vieran así?).  Y fue por decisión de la madre que lo colocaron fijo en un lugar y lo cubrieron con buzos, chaquetas y camperas. Ya se las sabía de memoria: primero venía la campera de cuero, esa negra y ancha, con unas tachas inmensas que le producían picazón, pero no podía rascarse. En el lado derecho se encontraba un buzo del hijo menor, chiquito, a rayas y ridículo, aunque era bastante suave. También había un suéter a mano, que nunca nadie había usado. Un piloto verde se asomaba a veces, aún con la etiqueta. Pero, a pesar de las capas de ropa para ocultarlo, había un pequeño orificio entre la campera de cuero y el suéter, seguramente dejado a propósito, por consideración. Entonces, veía. Veía llegar a los padres del trabajo, ella a las cuatro, él a las seis. Veía a los dos hijos, que no lo tenían en cuenta. Veía cómo preparaban la comida, y en vez de cinco platos ponían cuatro. Conocía a las visitas, aunque ellas no lo conociesen a él. Y esperaba. Esperaba a que alguien lo saludara. Pero en vez de esto, simplemente lo cubrían más y más.

Estaba cansado de que la abuela, su abuela, no le ofreciera las galletitas de vainilla y canela que preparaba los jueves. Que los hermanos, sus hermanos no lo incluyeran en los juegos. Pero los peores eran los padres, sus padres. Se suponía que debían cuidarlo, aceptarlo tal y como es. Tuvo la mala suerte de sufrir esa parálisis, pero aun así necesitaba amor. El amor que sólo veía desde lejos, el amor que nunca sintió. Derramaba algunas lágrimas cuando por las noches no recibía un beso, o cuando no lo invitaban a tomar la leche.

En un momento comenzó a sentir envidia por sus hermanos, él también quería poder abrazar, quería poder bailar, jugar, gritar. Pero estaba atrapado en un cuerpo inmóvil. Ya no recordaba qué se sentía moverse. Y no recordaba qué se sentía hablar… ¿había hablado alguna vez?… ¿Sabría hacerlo? ¿Podría  siquiera caminar? Siempre estaba ahí, viendo cómo los otros caminaban, cómo hablaban… parecía muy fácil mover una pierna delante de la otra o destrabar la lengua, meter los labios para adentro dos veces y decir “ma-má”. No se merecía estar prisionero, no había cometido ningún delito. Simplemente esa estúpida enfermedad, que lo privaba de la alegría.

Se tornó insoportable sólo poder mover los ojos. En esa situación, lo menos que quería era ver, porque la vista lo hacía desear cosas que no tenía. Pero no podía simplemente cerrar los ojos, por el sencillo motivo del aburrimiento. Ver e imaginar eran sus únicas salvaciones. Imaginaba el día en que saldría de la parálisis, imaginaba el día en que recibiría su primer abrazo o el día que volvería a comer. Imaginaba qué hubiese sido de su vida sin esta condición, lo feliz que hubiese sido… Imaginaba mucho y aprendió a vivir de su imaginación.

A veces agradecía la rendija entre la campera y el suéter, pues sino no hubiese podido soñar. Pero en general hubiese preferido que no estuviera allí. De ese modo nunca hubiese visto que era despreciado, que era un marginado. Nunca hubiese visto que no lo querían, que no había amor para él. Simplemente un fondo negro, la oscuridad absoluta. “Ojos que no ven corazón que no siente”.

Pero todas esas preguntas, todos esos debates internos, se fueron un día. Un simple día como cualquier otro. Sonó el timbre y su padre fue a abrir. Era alguien que no conocía. Parecía que había llovido, y el invitado estaba empapado. Pasó por delante de él, no lo saludó, como siempre. Saludó al resto de la familia. Luego, se sacó su abrigo, una bolsa de agua. Áspero, grueso, opaco, cegador. Lo sacudió un poco. Miró a los huéspedes, como preguntando qué hacer con él. Entonces, su madre le sonrió con una voz dulce y amable y me señaló.

-Podés dejar tu campera en el perchero.

Acomodó un poco las demás prendas. Vi su cara por última vez. Se tragaba la maldad, se reía por dentro. Hizo un espacio entre la campera de cuero y el suéter. Y la oscuridad me abrazó como nunca nadie había hecho antes.


Ca… Ca-trina…


- Buen día…

         Se abrió la puerta de la sala del hospital. Una mujer corpulenta, con el cabello teñido de canas blancas, la sonrisa desdibujada y paso cansino se asomó esperando a que la vieran. Extendía los brazos, creyendo que alguien allí le podría dar un abrazo, pero la única persona cerca estaba tumbada en una camilla casi inmovilizada.

- Ca… Ca-trina…- la voz le pesaba, cada letra era un esfuerzo, salían disparadas con un suspiro de olor a limpio, de olor a médico.

         La última vez que Dorita había visto a su hermana, tenía veintitrés años, Catrina veintidós. Eran jóvenes, no sabían lo que estaban haciendo. Creyeron que podrían trabajar juntas. Pero algo falló. A Dorita se le acabó la tinta en la mitad del último examen, no pudo, no pudieron. Con culpa, Catrina aceptó el empleo y Dorita se limitó a pasar sus tardes hundida en la resignación. Intentó de todo, pero sus dibujos no causaban impresión, su música fue acusada de plagio y, cuando le echó la culpa a sus habilidades para el arte, se dio cuenta que no entendía nada del manual de matemática Emmy Noether. Finalmente, mientras su hermana emanaba gloria, puso un pequeño puesto de flores en una calle angosta y poco concurrida. Para ese entonces, ya había empezado a leer poesía como último recurso para combatir la tristeza. Verla con un libro de poemas en una mano y un cuaderno en la otra era una gota de color en el día de los trabajadores, que cuando al pasar su dulce voz recitaba:

 Si no aman las plantas no amarán el ave,

no sabrán de música, de rimas, de amor.

Y convencía a muchos hombres, a muchas mujeres.Vendía Hortensias, Nomeolvides y Tulipanes. Margaritas y algún Girasol.

Mientras tanto, Catrina la había dejado atrás, se había mudado lejos, ya no recordaba esa pequeña calle, ese risueño destino. Nunca la llamó. Nunca volvieron a hablar, pero ambas extrañaban a la otra. Envejecieron separadas, ellas, que siempre habían sido tan unidas, tan parecidas. Y sin duda Dorita podría haber triunfado como su hermana y, Catrina podría haber vendido flores en una calle angosta, con un libro de poemas en una mano y un cuaderno en la otra. Pero las dos creían que la otra había fracasado. Entonces, una rica y otra feliz, sufrieron el castigo de la separación. Pero esa mañana, al ver cómo se asomaba por la puerta del hospital aquella mujer corpulenta, le pareció que no había pasado el tiempo, que aún eran jóvenes de veintitrés y veintidós años, con sueños por cumplir.

- Dorita...

         Se había olvidado por un instante que estaba en una camilla, atada con sueros y vendajes. Tuvo el impulso de levantarse y abrazarla, pero su cuerpo no le respondió.

- Ca… Ca-trina…- dijo al fin, esperando que sus palabras sonaran distinto, tratando de inyectarles significado.

- Acá estoy, acá estoy… ¿qué te hicieron?

         Intentó reírse, levantar los hombros, sonreír, pero sólo pudo pronunciar una vez más:

- Ca… Ca-trina…

- Te tengo que decir algo, algo importante- se miraron un rato, desprendieron algunas pocas lágrimas invisibles-. Fui yo.

         La mirada de Dorita seguía perdida, su rostro no expresaba ningún sentimiento.

- El día del examen… te cambié la lapicera.

         Se miraron un rato, Catrina sentía una culpa incomprensible, pero su hermana al fin había logrado asomar una sonrisa entre las arrugas.

- Fue todo mi culpa… mirá como estás...Yo… yo no sabía lo que hacía, no fue mi intención.

         Dorita recordó de pronto que era una hermana mayor y los años parecieron caerle de golpe.

- Gra-gracias… Ca… Ca-trina…

- No puedo dejarte así, tengo que recompensarte de alguna forma.

- Cuando… cuan-do m- me saques de a-cá, t- te voy a mos-trar mi… mi flo-florería...Ca… Ca-trina…

Los ojos de la mujer corpulenta se vidriaron, intentó sonreír compasivamente. Pensó en todos los años que la había olvidado mientras se erguía en la fama ¿qué habría sido de la vida de su hermana? de ese ser que tanto había apreciado en su infancia, que admiraba todos los días y que permitió que compartieran el mismo sueño. Pero se aprovechó de la bondad, le arrebató todo y ahora tenía que aguantarse verla en una camilla fuera de sus cabales, con la mirada perdida, el rostro caído y la voz pesada.

- Me hiciste fe-feliz…- tosió un poco y el alma le volvió al cuerpo por unos segundos, fijó la vista en Catrina y susurró con una voz distinta, más dulce-

 Primero hay que saber sufrir,

después amar, después partir

y al fin andar sin pensamiento.

         Dorita miró a su hermana. Pestañeó cuatro veces seguidas y los párpado cayeron para no volver a levantarse nunca más.


26 de junio de 2020

Picnic


Al principio pareció una buena idea. Estábamos todos medio hartos de las vacaciones ya, y mis papás no sabían que hacer con nosotros dos. Nosotros dos somos mi hermana y yo. Mi hermana se llama Laura, es pelirroja, tiene la voz estridente y chillona, es más chica que yo y es insoportable. Yo soy yo, tengo diez años y a mi parecer soy bastante inteligente y buena persona, además de amable, gracioso, educado y un sinfín de cualidades más.

Era domingo a media mañana. Mi hermana y yo peleamos por una tostada, en lo que sería la octava pelea del día. Mi mamá suspiró, apoyó el repasador en la mesada y dijo:

-Nos vamos de picnic

En ese momento entraba mi papá en la cocina, con ojeras y una taza de café.

-¿Qué hacemos qué?- preguntó, mirando inquisitiva y fulminantemente a mi mamá

-Nos vamos de picnic- repitió ella

Mi papá miró al techo -y vio el pedazo de plastilina que habíamos pegado con mi hermana el día anterior-, bajó la vista al piso de nuevo y suspiró. Yo no sé por qué la gente suspira tanto.

El tema es que mi mamá ya tenía la táctica planeada; mi hermana y yo ya estábamos juntando juguetes y cachivaches para llevar y medio a los gritos. Mi papá no podía negarse.

Subimos al auto como si nos fuéramos de vacaciones: dos bolsos de juguetes, la pelota, los patines. El viaje duró media hora y fue interminable. Fuimos a la costanera, desde donde se ve el río y hay una parte baja donde podes meter los pies. Cuando llegamos eran las doce.

Mi hermana y yo jugamos un rato pero a mi papá le dio hambre en seguida, así que tuvimos que almorzar. Había sandwiches de jamón y huevo, un asco. Comimos rápido y en silencio.

Laura se aburría -típico- y empezó a buscar un hormiguero con una ramita. Con papá nos fuimos a comprar postre.

Como no había un supermercado cerca compramos una ensalada de frutas en una verdulería. Pasamos por al lado del río y le pedí a papá meterme. Me dijo que no, que en ese mismo río una vez se metió un nene de mi edad y se ahogó.

Cuando llegamos al picnic, mi hermana estaba llena de hormigas, le cubrían las piernas y le trepaban por las rodillas. Eran rojas, como su pelo.

Mamá intentaba espantarlas mientras Laura gritaba. Papá tiró la ensalada de fruta al piso y manchó la lona. Se acercó para ayudar y le gritó a mamá que teníamos que irnos. Mamá decía que no.

Yo miraba cómo las pequeñas hormigas ascendían por el cuerpo de mi hermana. Me parecían fascinantes, y no podía creer que Laura gritara por semejante pavada.

Mamá me gritó que ayudara entonces me acerqué y con desgano empecé a sacar unas hormigas de la espalda de Laura. Al rato terminamos, pero todo empeoró porque una de las hormigas había picado a mi hermana en la cara. Tenía una picadura roja en el cachete que se empezó a rascar frenéticamente mientras lloraba, y la tocó tanto que le empezó a sangrar.

Mamá le dio agua -eran los últimos sorbos que quedaban, una pena que los hubiera desperdiciado así- y le secó el cachete con una carilina, mientras seguía discutiendo con papá.

Pasó un rato y Laura seguía llorando y mis papás gritando. Ahora el tema de pelea pasaba por otro lugar completamente distinto a la brillante idea de mamá de llevarnos de picnic. Laura me miraba con esos ojos de víctima que ponía para conseguir cosas.

-Qué querés- le dije

-Tengo sed

Yo agarré el licuado de frutilla y tomé un sorbo.

-Por favor, tengo sed- insistió

-Sos insoportable- le dije y empezó a llorar de nuevo. Papá y mamá no nos miraban.- Sos una boba, dejá de llorar por pavadas- le dije y tomé lo que quedaba de licuado. Acto seguido me levanté y me fui corriendo en dirección al río para alejarme de esa familia infernal.

A los cien metros me di vuelta a ver si papá o mamá me seguían, pero no. Estaban discutiendo todavía y por lo que podía ver Laura lloraba. No se habían percatado de mi huida.

-Mejor- pensé

Seguí corriendo hasta que llegué al río. Era la una, creo.

Me saqué las zapatillas y me metí. Me llegaba apenas hasta la panza. Chapoteé un poco. Metí la cabeza en el agua y sentí que algo me arrastraba al fondo, que cada vez era más profundo. Empezaba a haber más agua por todos lados, el río ahora era como un ancho mar que me tragaba y me tragaba hacia abajo. Desesperado, empecé a mover los brazos para salir a la superficie. Estaba todo oscuro. Lo único que veía eran los cisnes, que bloqueaban la luz del día exterior. Empezaba a quedarme sin aire, se me cerraba la garganta y lo único que veía eran cisnes.

Cerré los ojos.

No sé cuánto tiempo pasó. Cuando desperté estaba tirado en las profundidades del río. La superficie estaba muy arriba.

Tardé minutos en darme cuenta que no estaba respirando. Tenía una sensación de ahogo en la garganta, pero no respiraba. Tampoco lo necesitaba, creo.

Intenté nadar hacia arriba pero me pesaban los pies y me arrastraban abajo. Después de quince minutos logré subir un poco.

Había más luz y empecé a mirar alrededor mío. El agua estaba sucia, no era transparente ni azul, era de un color amarillo nauseabundo teñido de rojo. No había ningún pez, ninguna planta. Lo único vivo eran los cisnes, allá en la superficie.

El miedo me motorizó. Empecé a patalear y a mover los brazos con fuerza. Mientras más me acercaba a la superficie, más se alejaba ella de mí.

Hasta que llegué arriba. Ya veía la luz diurna filtrándose.

Me agarré de un cisne para salir del agua. Cuando salí era de noche.Volví a respirar, aliviado, hasta que vi un charco de sangre que me rodeaba. Saqué mis manos del agua y vi que la sangre manaba de mis propios dedos, más bien, de dos muñones en mi mano derecha. Miré al cisne, y vi lo que habían sido mis dedos, recortados irregularmente en las fauces del animal. No sentía dolor, pero si desesperación, y sangraba muchísimo.

Volví a sumergir la mano en el agua y dejó de sangrar, pero un cisne me mordió desde abajo.

Me costó mucho salir del río, cada vez que sacaba mis manos, sangraban profusamente y sentía una fuerza que me arrastraba hacia la profundidad de nuevo. Salí y empecé a correr. Veía a lo lejos a mi hermana, a mi papá y a mi mamá. Laura lloraba. Mis papás discutían. Todo estaba como lo había dejado.

Seguí corriendo. Cada vez faltaba menos. Mis muñones me dolían y pinchaban como si tuviera agujas y los pies me ardían por correr descalzo. Me había dejado las zapatillas en el río.

Empecé a gritar.

-¡Mamá! ¡Papá! ¡Laura!

Pero no me escuchaban.

Y cuando faltaban veinte, quince metros, papá agarró a Laura del brazo y la metió en el auto, mientras seguía discutiendo con mamá, que también se metió, en el asiento del conductor.

Y atrás de ellos, con un buzo idéntico al mío, un nene de mi estatura, mi color de pelo y mi edad. Diría que era igual a mí, pero no le pude ver la cara. Pensé en lo que me había dicho papá: “una vez en ese mismo río se metió un nene de tu edad y se ahogó”.

Seguí corriendo, pero mamá arrancó y el auto desapareció en la ruta.

Grité. Nadie me escuchó. Nadie me vio.

Volví al río porque en el agua no me dolían las lastimaduras. Y pasé toda la noche, y todas las noches.

Desde entonces espero. Cada vez que llega una familia de picnic estoy a punto de salir, pero nunca hay ninguna hermana insoportable de pelo rojo y entonces sé que me toca esperar un poco más.

Creo que perdí la percepción del dolor, ya no siento mi propio cuerpo. Los muñones me sangran afuera del agua y creo que los cisnes me comieron dos o tres dedos más, pero no lo sé. Tengo que contar para asegurarme.


22 de junio de 2020

El lado oeste de la habitación




Nos mudamos a la nueva casa hace tres años ya. La premisa era estar más cómodos y sobre todo que mi hermano yo tuviéramos piezas separadas.

Al principio mi habitación propia era detestable. Las paredes estaban descascaradas, había telarañas por doquier, la única luz que había era un foquito colgando del techo, sin siquiera una lámpara. Las persianas no subían, por lo que la habitación estaba siempre a oscuras y todos mis libros, los únicos que me podrían ayudar a sobrellevar todo eso,estaban en cajas.

Con el tiempo la situación mejoró. Hubo obras en la casa y fuimos arreglando los desperfectos. Peleé con mi mamá porque quería que las paredes de mi pieza fueran verdes y ella se empeñaba en que fueran blancas. No gané la discusión, pero me vengué de mis horribles paredes blancas pegando pósters de Batman y del chapulín colorado.

Cuando estaban arreglando la habitación de mi hermano surgió un desperfecto. Según nos explicaron los ingenieros, un caño que pasaba por debajo de mi habitación explotó y eso provocó que el piso se hinchara por la humedad.

Al principio era gracioso, a la noche miraba con la luz apagada como la pequeña joroba de mi piso se transformaba -con un empujoncito de la imaginación- en un dinosaurio, en un camello y diversos animales.

Después, la joroba empezó a crecer cada vez más. Como era un crecimiento muy, muy paulatino nadie lo veía, pero al cabo de tres o cuatro meses la joroba creció tanto que se convirtió en una montaña, prácticamente de la altura de mi hermano, que era tres años menor que yo.

Mi familia no tenía la plata para resolverlo sin antes haber arreglado los aspectos básicos de la casa, así que me dijeron que espere. Para mí, tener un desperfecto en el piso que casi llegaba hasta el techo, era, sin dudarlo, un aspecto básico de la casa, pero esa discusión tampoco la gané.

La situación se tornó mucho más rara a los dos meses. La montaña alcanzó tal tamaño que dividió mi habitación en dos. Si quería estar en el lado oeste de mi pieza, tenía que entrar por la puerta, y si quería acceder al lado este, entraba por la ventana. Esto alarmó un poco a mi familia y decidieron pedirle prestada plata a mi abuelo para cubrir los gastos. Mi abuelo fue medio tacaño, al principio se negó argumentando que no era algo tan esencial y que necesitaba el dinero. Cuando la montaña llegó a los treinta centímetros de distancia del techo, accedió.

La noche antes de que los obreros vinieran a arreglarlo dormí mal. Soñé que la montaña era en realidad mi tortuga, que me gritaba que la salvara.

Me desperté a eso de las cuatro de la madrugada. Iba a prender la luz para buscar un vaso de agua cuando noté algo extraño. La montaña, una cosa descomunal y negra, recortada contra la luz de la pieza de mi hermano -que no se animaba a dormir con la luz apagada-, se movía levemente, de arriba a abajo. Un suave balanceo casi imperceptible, como si respirara.



Cerré los ojos, asustado, y en esa oscuridad en que los sentidos se agudizan por el miedo, escuché una respiración. No estaba solo.

Por más que la respiración era tranquila y regular, como si la cosa estuviera dormida, me inquietaba por obvias razones.

Prendí la luz y en ese instante el ruido cesó. Pasaron diez minutos y decidí apagar la luz y dormir. Ni bien lo hice, la respiración se reanudó, lanzó un suspiro como cuando alguien se despierta y abandonó el ritmo regular.

Casi al borde del infarto escuché una voz. Parecía una fusión de una voz de viejo con una voz de tortuga resfriada, esa era la imagen mental que se me representaba, aunque podía haber cualquier cosa en la habitación. Sin embargo, no podía adjudicarle cara. Me lo imaginaba como algo amorfo, con rasgos poco definidos, donde la cara no se veía bien porque se confundía con el resto de formas abstractas de su cuerpo de madera.

-Acércate- me dijo

Ni a palos” pensé, pero mi cuerpo, movido por el miedo, ya había tomado otra decisión.

Me senté al lado de la montaña, en el lado oeste de mi pieza.

Entonces la forma enorme y descomunal mutó, primero se empezó a descender hasta ser solo un chichón del suelo, después se separó del piso, rodó y su forma angulosa de madera se fue modificando. Parecía que se ablandaba, se hacía más pegajosa y blanda y tomaba otras formas. Finalmente se quedó quieta.

-Mucho gusto, señor- dijo con voz nasal y me extendió una mano diminuta. Ahí pude dilucidar que era una rana- Estoy aquí para servirle. Sígame, por favor-

Y entonces noté que el piso, ahora completamente llano, tenía una pequeña manija que la rana jaló y se abrió un rectángulo hacia abajo.

-Sin miedo- me dijo, y saltó al vacío

Obvio que tenía miedo. De 1) el piso de mi pieza había crecido hasta prácticamente el techo 2) el piso de mi pieza había empezado a respirar y a hablarme 3) el piso de mi pieza se había transformado en una rana parlante que ahora 4) me pedía que saltara hacia una oscuridad que me llevaría no sabía cuántos metros abajo.

Sin embargo salté. La dulce irrealidad de las cosas era muy buena para desaprovecharla. Probablemente durante el día despertara y todo hubiera desaparecido.

Para mi sorpresa, la caída fue corta. Calculé que habría caído solo dos o tres metros y aterricé sobre un montón de colchones mullidos y cómodos, al lado de la rana.

-Bienvenido a su casa, señor- me dijo

Miré a mi alrededor y vi la habitación tal cual yo la proyectaba en mi cabeza. Las paredes eran verdes, había pósters hermosos que nada tenían que ver con mis pósters polvorientos y rotos, había una cama con dosel, y en una de las paredes había una biblioteca muy grande.

-Cuántos libros…- exclamé, intentando abarcar esa enorme biblioteca con la vista y leyendo lomos

- Si me permite decirlo, señor, eso no es nada- y me hizo un gesto con la mano.

En el extremo de la habitación había una puerta.

-Por acá- dijo la rana, y abrió la puerta para que yo pasara.

Del otro lado había una habitación del doble de tamaño que la anterior, repleta de libros.

Todas las paredes tenían estantes desde el piso hasta el techo. Había una iluminación tenue, naranja, perfecta para leer, y varios escritorios y sillones muy finos. Maravillado, me acerqué y empecé a mirar los lomos.

-Son escritores que no va a encontrar arriba- me advirtió la rana, sonriendo.

Desbordando de felicidad, seguí a la rana por otra puerta.

La otra habitación, si cabe, era el doble de grande que la anterior. Era una sala de juegos. Tenía todas las colecciones de autitos que yo siempre había suplicado a mi mamá y que ella nunca me había comprado. Tenía rastis, mi juego favorito, de formas perfectamente geométricas y de colores brillantes.

En fin, había infinidad de juegos y divertimentos, uno más lindo que el otro, uno más eternamente deseado -y denegado- por mis padres.

Estuve horas jugando en esa sala. La rana se había sentado en un costado, servicial, pero al rato le ofrecí jugar conmigo y aceptó. No tenía sueño ni miedo, y a cada juego del que nos aburríamos aparecía otro mucho mejor. Así jugamos al teg, al sudoku, hicimos seis rompecabezas, jugamos al tutti fruti, todo la rana y yo, que me dijo que se llamaba Alfredo pero que prefería que lo llamaran Al.

A las ocho de la mañana, Al me dijo:

-Ya hay que subir, señor.- y olfateó el aire.- Sus padres están haciendo el desayuno. Pronto vendrán a buscarlo- y me extendió la mano, que yo estreché.

-Un gusto- le dije

Y ni bien solté la mano me encontré tendido en mi cama, con la luz del día invadiendo la habitación.

-A despertarse, dale- me dijo mi mamá, caminando desde el pasillo- Dale que vienen los obreros y hay que dejarlos trabajar. Podés ir al living y desayunar ahí, te hice unas tostadas.

La voz se fue acercando y cuando llegó a mi pieza se convirtió en un grito.

-¿Qué pasó?- pregunté, medio dormido todavía.

-La montaña- dijo,casi susurrando

Abrí los ojos y miré. La montaña había desaparecido.

Los obreros ya habían llegado.

-Permiso señora eh- dijo uno, entrando a mi habitación

-No sé qué pasó- dijo mi mamá

Los obreros revisaron el piso con unos medidores de humedad.

-Parece que se arregló solo- dijo otro- a veces con el tiempo la humedad disminuye y se deshincha.

Al rato se fueron. Yo estaba asombrado.

Reiteradas veces durante el día intenté encontrar la manijita y descender, pero no lo logré. Me frustró mucho y a la noche me fui a dormir casi llorando.

Me desperté a las cuatro con una vocecita.

-Pst. Pst

-¿Qué querés Tomás? La idea de la casa nueva era que cada uno durmiera en su pieza. No hay monstruos, te lo aseguro- dije, pensando que era mi hermano

-Señor

Abrí los ojos y me incorporé. La montaña estaba de nuevo ahí.

Me senté al lado, del lado oeste y presencié la misma transformación de la madrugada anterior.

- Es bueno verlo de nuevo- me dijo la rana y me extendió la mano para que se la estrechara, cosa que hice, radiante de felicidad.

La escena se repitió como la primera vez. Descendimos por el hueco, caímos en los colchones. Leí unas horas. El libro que leí era muy atrapante, con descripciones puntillosas, escenas bien narradas, personajes heroicos y épicos.

Jugamos un rato con Al, después leí otro libro y las horas transcurrieron.

A las ocho volví a mi habitación y dormí hasta tarde.

Desde esa vez, voy a mi propia casa subterránea todas las madrugadas.

Adolescencia” dicen mis papás cuando me ven dormir todo el día. Pero lo que no saben es las aventuras que vivo todas las noches.