Había dos lápices sentados a una mesa tosca. Una llameante lámpara de plástico colgaba sobre el escritorio. Era en un lugar muy lejano a mi cartuchera.
—Estoy en verdad muy enojado —dije.
—No —dijo uno de los lápices, que se mantenía muy afilado y se había afilado aún más con la mano izquierda su mina—, eres libre y por eso estás sin punta.
—¿Entonces puedo irme? —pregunté.
— Sí —dijo el lápiz y murmuró leyendas de lápices sin punta a su vecino (…)
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