Había dos emociones sentadas a una mesa tosca. Una llameante lámpara de envidia colgaba sobre ellas. Era en un lugar muy lejano a mis verdaderos pensamientos.
—Estoy en contra de que me manejen —dije.
—No —dijo uno de las emociones, que se mantenía muy alegre y se había hecho cosquillas con la mano izquierda en el estómago—, eres libre y por eso estás en contra.
—¿Entonces puedo irme? —pregunté.
— Sí —dijo la emoción y murmuró palabras demasiado felices a su vecino (…)
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