3 de julio de 2020

Parálisis

Nunca supo cuándo sufrió aquella parálisis, lo único que pudo deducir es que sólo podía mover los ojos. Tuvo la mala suerte de inmovilizarse de pie, con los brazos en alto. Una vergüenza… Su familia siempre lo despreciaba (¿qué dirían las visitas si lo vieran así?).  Y fue por decisión de la madre que lo colocaron fijo en un lugar y lo cubrieron con buzos, chaquetas y camperas. Ya se las sabía de memoria: primero venía la campera de cuero, esa negra y ancha, con unas tachas inmensas que le producían picazón, pero no podía rascarse. En el lado derecho se encontraba un buzo del hijo menor, chiquito, a rayas y ridículo, aunque era bastante suave. También había un suéter a mano, que nunca nadie había usado. Un piloto verde se asomaba a veces, aún con la etiqueta. Pero, a pesar de las capas de ropa para ocultarlo, había un pequeño orificio entre la campera de cuero y el suéter, seguramente dejado a propósito, por consideración. Entonces, veía. Veía llegar a los padres del trabajo, ella a las cuatro, él a las seis. Veía a los dos hijos, que no lo tenían en cuenta. Veía cómo preparaban la comida, y en vez de cinco platos ponían cuatro. Conocía a las visitas, aunque ellas no lo conociesen a él. Y esperaba. Esperaba a que alguien lo saludara. Pero en vez de esto, simplemente lo cubrían más y más.

Estaba cansado de que la abuela, su abuela, no le ofreciera las galletitas de vainilla y canela que preparaba los jueves. Que los hermanos, sus hermanos no lo incluyeran en los juegos. Pero los peores eran los padres, sus padres. Se suponía que debían cuidarlo, aceptarlo tal y como es. Tuvo la mala suerte de sufrir esa parálisis, pero aun así necesitaba amor. El amor que sólo veía desde lejos, el amor que nunca sintió. Derramaba algunas lágrimas cuando por las noches no recibía un beso, o cuando no lo invitaban a tomar la leche.

En un momento comenzó a sentir envidia por sus hermanos, él también quería poder abrazar, quería poder bailar, jugar, gritar. Pero estaba atrapado en un cuerpo inmóvil. Ya no recordaba qué se sentía moverse. Y no recordaba qué se sentía hablar… ¿había hablado alguna vez?… ¿Sabría hacerlo? ¿Podría  siquiera caminar? Siempre estaba ahí, viendo cómo los otros caminaban, cómo hablaban… parecía muy fácil mover una pierna delante de la otra o destrabar la lengua, meter los labios para adentro dos veces y decir “ma-má”. No se merecía estar prisionero, no había cometido ningún delito. Simplemente esa estúpida enfermedad, que lo privaba de la alegría.

Se tornó insoportable sólo poder mover los ojos. En esa situación, lo menos que quería era ver, porque la vista lo hacía desear cosas que no tenía. Pero no podía simplemente cerrar los ojos, por el sencillo motivo del aburrimiento. Ver e imaginar eran sus únicas salvaciones. Imaginaba el día en que saldría de la parálisis, imaginaba el día en que recibiría su primer abrazo o el día que volvería a comer. Imaginaba qué hubiese sido de su vida sin esta condición, lo feliz que hubiese sido… Imaginaba mucho y aprendió a vivir de su imaginación.

A veces agradecía la rendija entre la campera y el suéter, pues sino no hubiese podido soñar. Pero en general hubiese preferido que no estuviera allí. De ese modo nunca hubiese visto que era despreciado, que era un marginado. Nunca hubiese visto que no lo querían, que no había amor para él. Simplemente un fondo negro, la oscuridad absoluta. “Ojos que no ven corazón que no siente”.

Pero todas esas preguntas, todos esos debates internos, se fueron un día. Un simple día como cualquier otro. Sonó el timbre y su padre fue a abrir. Era alguien que no conocía. Parecía que había llovido, y el invitado estaba empapado. Pasó por delante de él, no lo saludó, como siempre. Saludó al resto de la familia. Luego, se sacó su abrigo, una bolsa de agua. Áspero, grueso, opaco, cegador. Lo sacudió un poco. Miró a los huéspedes, como preguntando qué hacer con él. Entonces, su madre le sonrió con una voz dulce y amable y me señaló.

-Podés dejar tu campera en el perchero.

Acomodó un poco las demás prendas. Vi su cara por última vez. Se tragaba la maldad, se reía por dentro. Hizo un espacio entre la campera de cuero y el suéter. Y la oscuridad me abrazó como nunca nadie había hecho antes.


Ca… Ca-trina…


- Buen día…

         Se abrió la puerta de la sala del hospital. Una mujer corpulenta, con el cabello teñido de canas blancas, la sonrisa desdibujada y paso cansino se asomó esperando a que la vieran. Extendía los brazos, creyendo que alguien allí le podría dar un abrazo, pero la única persona cerca estaba tumbada en una camilla casi inmovilizada.

- Ca… Ca-trina…- la voz le pesaba, cada letra era un esfuerzo, salían disparadas con un suspiro de olor a limpio, de olor a médico.

         La última vez que Dorita había visto a su hermana, tenía veintitrés años, Catrina veintidós. Eran jóvenes, no sabían lo que estaban haciendo. Creyeron que podrían trabajar juntas. Pero algo falló. A Dorita se le acabó la tinta en la mitad del último examen, no pudo, no pudieron. Con culpa, Catrina aceptó el empleo y Dorita se limitó a pasar sus tardes hundida en la resignación. Intentó de todo, pero sus dibujos no causaban impresión, su música fue acusada de plagio y, cuando le echó la culpa a sus habilidades para el arte, se dio cuenta que no entendía nada del manual de matemática Emmy Noether. Finalmente, mientras su hermana emanaba gloria, puso un pequeño puesto de flores en una calle angosta y poco concurrida. Para ese entonces, ya había empezado a leer poesía como último recurso para combatir la tristeza. Verla con un libro de poemas en una mano y un cuaderno en la otra era una gota de color en el día de los trabajadores, que cuando al pasar su dulce voz recitaba:

 Si no aman las plantas no amarán el ave,

no sabrán de música, de rimas, de amor.

Y convencía a muchos hombres, a muchas mujeres.Vendía Hortensias, Nomeolvides y Tulipanes. Margaritas y algún Girasol.

Mientras tanto, Catrina la había dejado atrás, se había mudado lejos, ya no recordaba esa pequeña calle, ese risueño destino. Nunca la llamó. Nunca volvieron a hablar, pero ambas extrañaban a la otra. Envejecieron separadas, ellas, que siempre habían sido tan unidas, tan parecidas. Y sin duda Dorita podría haber triunfado como su hermana y, Catrina podría haber vendido flores en una calle angosta, con un libro de poemas en una mano y un cuaderno en la otra. Pero las dos creían que la otra había fracasado. Entonces, una rica y otra feliz, sufrieron el castigo de la separación. Pero esa mañana, al ver cómo se asomaba por la puerta del hospital aquella mujer corpulenta, le pareció que no había pasado el tiempo, que aún eran jóvenes de veintitrés y veintidós años, con sueños por cumplir.

- Dorita...

         Se había olvidado por un instante que estaba en una camilla, atada con sueros y vendajes. Tuvo el impulso de levantarse y abrazarla, pero su cuerpo no le respondió.

- Ca… Ca-trina…- dijo al fin, esperando que sus palabras sonaran distinto, tratando de inyectarles significado.

- Acá estoy, acá estoy… ¿qué te hicieron?

         Intentó reírse, levantar los hombros, sonreír, pero sólo pudo pronunciar una vez más:

- Ca… Ca-trina…

- Te tengo que decir algo, algo importante- se miraron un rato, desprendieron algunas pocas lágrimas invisibles-. Fui yo.

         La mirada de Dorita seguía perdida, su rostro no expresaba ningún sentimiento.

- El día del examen… te cambié la lapicera.

         Se miraron un rato, Catrina sentía una culpa incomprensible, pero su hermana al fin había logrado asomar una sonrisa entre las arrugas.

- Fue todo mi culpa… mirá como estás...Yo… yo no sabía lo que hacía, no fue mi intención.

         Dorita recordó de pronto que era una hermana mayor y los años parecieron caerle de golpe.

- Gra-gracias… Ca… Ca-trina…

- No puedo dejarte así, tengo que recompensarte de alguna forma.

- Cuando… cuan-do m- me saques de a-cá, t- te voy a mos-trar mi… mi flo-florería...Ca… Ca-trina…

Los ojos de la mujer corpulenta se vidriaron, intentó sonreír compasivamente. Pensó en todos los años que la había olvidado mientras se erguía en la fama ¿qué habría sido de la vida de su hermana? de ese ser que tanto había apreciado en su infancia, que admiraba todos los días y que permitió que compartieran el mismo sueño. Pero se aprovechó de la bondad, le arrebató todo y ahora tenía que aguantarse verla en una camilla fuera de sus cabales, con la mirada perdida, el rostro caído y la voz pesada.

- Me hiciste fe-feliz…- tosió un poco y el alma le volvió al cuerpo por unos segundos, fijó la vista en Catrina y susurró con una voz distinta, más dulce-

 Primero hay que saber sufrir,

después amar, después partir

y al fin andar sin pensamiento.

         Dorita miró a su hermana. Pestañeó cuatro veces seguidas y los párpado cayeron para no volver a levantarse nunca más.