- Buen día…
Se abrió la puerta de la sala del hospital. Una mujer corpulenta, con el cabello teñido de canas blancas, la sonrisa desdibujada y paso cansino se asomó esperando a que la vieran. Extendía los brazos, creyendo que alguien allí le podría dar un abrazo, pero la única persona cerca estaba tumbada en una camilla casi inmovilizada.
- Ca… Ca-trina…- la voz le pesaba, cada letra era un esfuerzo, salían disparadas con un suspiro de olor a limpio, de olor a médico.
La última vez que Dorita había visto a su hermana, tenía veintitrés años, Catrina veintidós. Eran jóvenes, no sabían lo que estaban haciendo. Creyeron que podrían trabajar juntas. Pero algo falló. A Dorita se le acabó la tinta en la mitad del último examen, no pudo, no pudieron. Con culpa, Catrina aceptó el empleo y Dorita se limitó a pasar sus tardes hundida en la resignación. Intentó de todo, pero sus dibujos no causaban impresión, su música fue acusada de plagio y, cuando le echó la culpa a sus habilidades para el arte, se dio cuenta que no entendía nada del manual de matemática Emmy Noether. Finalmente, mientras su hermana emanaba gloria, puso un pequeño puesto de flores en una calle angosta y poco concurrida. Para ese entonces, ya había empezado a leer poesía como último recurso para combatir la tristeza. Verla con un libro de poemas en una mano y un cuaderno en la otra era una gota de color en el día de los trabajadores, que cuando al pasar su dulce voz recitaba:
Si no aman las plantas no amarán el ave,
no sabrán de música, de rimas, de amor.
Y convencía a muchos hombres, a muchas mujeres.Vendía Hortensias, Nomeolvides y Tulipanes. Margaritas y algún Girasol.
Mientras tanto, Catrina la había dejado atrás, se había mudado lejos, ya no recordaba esa pequeña calle, ese risueño destino. Nunca la llamó. Nunca volvieron a hablar, pero ambas extrañaban a la otra. Envejecieron separadas, ellas, que siempre habían sido tan unidas, tan parecidas. Y sin duda Dorita podría haber triunfado como su hermana y, Catrina podría haber vendido flores en una calle angosta, con un libro de poemas en una mano y un cuaderno en la otra. Pero las dos creían que la otra había fracasado. Entonces, una rica y otra feliz, sufrieron el castigo de la separación. Pero esa mañana, al ver cómo se asomaba por la puerta del hospital aquella mujer corpulenta, le pareció que no había pasado el tiempo, que aún eran jóvenes de veintitrés y veintidós años, con sueños por cumplir.
- Dorita...
Se había olvidado por un instante que estaba en una camilla, atada con sueros y vendajes. Tuvo el impulso de levantarse y abrazarla, pero su cuerpo no le respondió.
- Ca… Ca-trina…- dijo al fin, esperando que sus palabras sonaran distinto, tratando de inyectarles significado.
- Acá estoy, acá estoy… ¿qué te hicieron?
Intentó reírse, levantar los hombros, sonreír, pero sólo pudo pronunciar una vez más:
- Ca… Ca-trina…
- Te tengo que decir algo, algo importante- se miraron un rato, desprendieron algunas pocas lágrimas invisibles-. Fui yo.
La mirada de Dorita seguía perdida, su rostro no expresaba ningún sentimiento.
- El día del examen… te cambié la lapicera.
Se miraron un rato, Catrina sentía una culpa incomprensible, pero su hermana al fin había logrado asomar una sonrisa entre las arrugas.
- Fue todo mi culpa… mirá como estás...Yo… yo no sabía lo que hacía, no fue mi intención.
Dorita recordó de pronto que era una hermana mayor y los años parecieron caerle de golpe.
- Gra-gracias… Ca… Ca-trina…
- No puedo dejarte así, tengo que recompensarte de alguna forma.
- Cuando… cuan-do m- me saques de a-cá, t- te voy a mos-trar mi… mi flo-florería...Ca… Ca-trina…
Los ojos de la mujer corpulenta se vidriaron, intentó sonreír compasivamente. Pensó en todos los años que la había olvidado mientras se erguía en la fama ¿qué habría sido de la vida de su hermana? de ese ser que tanto había apreciado en su infancia, que admiraba todos los días y que permitió que compartieran el mismo sueño. Pero se aprovechó de la bondad, le arrebató todo y ahora tenía que aguantarse verla en una camilla fuera de sus cabales, con la mirada perdida, el rostro caído y la voz pesada.
- Me hiciste fe-feliz…- tosió un poco y el alma le volvió al cuerpo por unos segundos, fijó la vista en Catrina y susurró con una voz distinta, más dulce-
Primero hay que saber sufrir,
después amar, después partir
y al fin andar sin pensamiento.
Dorita miró a su hermana. Pestañeó cuatro veces seguidas y los párpado cayeron para no volver a levantarse nunca más.
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