26 de junio de 2020

Picnic


Al principio pareció una buena idea. Estábamos todos medio hartos de las vacaciones ya, y mis papás no sabían que hacer con nosotros dos. Nosotros dos somos mi hermana y yo. Mi hermana se llama Laura, es pelirroja, tiene la voz estridente y chillona, es más chica que yo y es insoportable. Yo soy yo, tengo diez años y a mi parecer soy bastante inteligente y buena persona, además de amable, gracioso, educado y un sinfín de cualidades más.

Era domingo a media mañana. Mi hermana y yo peleamos por una tostada, en lo que sería la octava pelea del día. Mi mamá suspiró, apoyó el repasador en la mesada y dijo:

-Nos vamos de picnic

En ese momento entraba mi papá en la cocina, con ojeras y una taza de café.

-¿Qué hacemos qué?- preguntó, mirando inquisitiva y fulminantemente a mi mamá

-Nos vamos de picnic- repitió ella

Mi papá miró al techo -y vio el pedazo de plastilina que habíamos pegado con mi hermana el día anterior-, bajó la vista al piso de nuevo y suspiró. Yo no sé por qué la gente suspira tanto.

El tema es que mi mamá ya tenía la táctica planeada; mi hermana y yo ya estábamos juntando juguetes y cachivaches para llevar y medio a los gritos. Mi papá no podía negarse.

Subimos al auto como si nos fuéramos de vacaciones: dos bolsos de juguetes, la pelota, los patines. El viaje duró media hora y fue interminable. Fuimos a la costanera, desde donde se ve el río y hay una parte baja donde podes meter los pies. Cuando llegamos eran las doce.

Mi hermana y yo jugamos un rato pero a mi papá le dio hambre en seguida, así que tuvimos que almorzar. Había sandwiches de jamón y huevo, un asco. Comimos rápido y en silencio.

Laura se aburría -típico- y empezó a buscar un hormiguero con una ramita. Con papá nos fuimos a comprar postre.

Como no había un supermercado cerca compramos una ensalada de frutas en una verdulería. Pasamos por al lado del río y le pedí a papá meterme. Me dijo que no, que en ese mismo río una vez se metió un nene de mi edad y se ahogó.

Cuando llegamos al picnic, mi hermana estaba llena de hormigas, le cubrían las piernas y le trepaban por las rodillas. Eran rojas, como su pelo.

Mamá intentaba espantarlas mientras Laura gritaba. Papá tiró la ensalada de fruta al piso y manchó la lona. Se acercó para ayudar y le gritó a mamá que teníamos que irnos. Mamá decía que no.

Yo miraba cómo las pequeñas hormigas ascendían por el cuerpo de mi hermana. Me parecían fascinantes, y no podía creer que Laura gritara por semejante pavada.

Mamá me gritó que ayudara entonces me acerqué y con desgano empecé a sacar unas hormigas de la espalda de Laura. Al rato terminamos, pero todo empeoró porque una de las hormigas había picado a mi hermana en la cara. Tenía una picadura roja en el cachete que se empezó a rascar frenéticamente mientras lloraba, y la tocó tanto que le empezó a sangrar.

Mamá le dio agua -eran los últimos sorbos que quedaban, una pena que los hubiera desperdiciado así- y le secó el cachete con una carilina, mientras seguía discutiendo con papá.

Pasó un rato y Laura seguía llorando y mis papás gritando. Ahora el tema de pelea pasaba por otro lugar completamente distinto a la brillante idea de mamá de llevarnos de picnic. Laura me miraba con esos ojos de víctima que ponía para conseguir cosas.

-Qué querés- le dije

-Tengo sed

Yo agarré el licuado de frutilla y tomé un sorbo.

-Por favor, tengo sed- insistió

-Sos insoportable- le dije y empezó a llorar de nuevo. Papá y mamá no nos miraban.- Sos una boba, dejá de llorar por pavadas- le dije y tomé lo que quedaba de licuado. Acto seguido me levanté y me fui corriendo en dirección al río para alejarme de esa familia infernal.

A los cien metros me di vuelta a ver si papá o mamá me seguían, pero no. Estaban discutiendo todavía y por lo que podía ver Laura lloraba. No se habían percatado de mi huida.

-Mejor- pensé

Seguí corriendo hasta que llegué al río. Era la una, creo.

Me saqué las zapatillas y me metí. Me llegaba apenas hasta la panza. Chapoteé un poco. Metí la cabeza en el agua y sentí que algo me arrastraba al fondo, que cada vez era más profundo. Empezaba a haber más agua por todos lados, el río ahora era como un ancho mar que me tragaba y me tragaba hacia abajo. Desesperado, empecé a mover los brazos para salir a la superficie. Estaba todo oscuro. Lo único que veía eran los cisnes, que bloqueaban la luz del día exterior. Empezaba a quedarme sin aire, se me cerraba la garganta y lo único que veía eran cisnes.

Cerré los ojos.

No sé cuánto tiempo pasó. Cuando desperté estaba tirado en las profundidades del río. La superficie estaba muy arriba.

Tardé minutos en darme cuenta que no estaba respirando. Tenía una sensación de ahogo en la garganta, pero no respiraba. Tampoco lo necesitaba, creo.

Intenté nadar hacia arriba pero me pesaban los pies y me arrastraban abajo. Después de quince minutos logré subir un poco.

Había más luz y empecé a mirar alrededor mío. El agua estaba sucia, no era transparente ni azul, era de un color amarillo nauseabundo teñido de rojo. No había ningún pez, ninguna planta. Lo único vivo eran los cisnes, allá en la superficie.

El miedo me motorizó. Empecé a patalear y a mover los brazos con fuerza. Mientras más me acercaba a la superficie, más se alejaba ella de mí.

Hasta que llegué arriba. Ya veía la luz diurna filtrándose.

Me agarré de un cisne para salir del agua. Cuando salí era de noche.Volví a respirar, aliviado, hasta que vi un charco de sangre que me rodeaba. Saqué mis manos del agua y vi que la sangre manaba de mis propios dedos, más bien, de dos muñones en mi mano derecha. Miré al cisne, y vi lo que habían sido mis dedos, recortados irregularmente en las fauces del animal. No sentía dolor, pero si desesperación, y sangraba muchísimo.

Volví a sumergir la mano en el agua y dejó de sangrar, pero un cisne me mordió desde abajo.

Me costó mucho salir del río, cada vez que sacaba mis manos, sangraban profusamente y sentía una fuerza que me arrastraba hacia la profundidad de nuevo. Salí y empecé a correr. Veía a lo lejos a mi hermana, a mi papá y a mi mamá. Laura lloraba. Mis papás discutían. Todo estaba como lo había dejado.

Seguí corriendo. Cada vez faltaba menos. Mis muñones me dolían y pinchaban como si tuviera agujas y los pies me ardían por correr descalzo. Me había dejado las zapatillas en el río.

Empecé a gritar.

-¡Mamá! ¡Papá! ¡Laura!

Pero no me escuchaban.

Y cuando faltaban veinte, quince metros, papá agarró a Laura del brazo y la metió en el auto, mientras seguía discutiendo con mamá, que también se metió, en el asiento del conductor.

Y atrás de ellos, con un buzo idéntico al mío, un nene de mi estatura, mi color de pelo y mi edad. Diría que era igual a mí, pero no le pude ver la cara. Pensé en lo que me había dicho papá: “una vez en ese mismo río se metió un nene de tu edad y se ahogó”.

Seguí corriendo, pero mamá arrancó y el auto desapareció en la ruta.

Grité. Nadie me escuchó. Nadie me vio.

Volví al río porque en el agua no me dolían las lastimaduras. Y pasé toda la noche, y todas las noches.

Desde entonces espero. Cada vez que llega una familia de picnic estoy a punto de salir, pero nunca hay ninguna hermana insoportable de pelo rojo y entonces sé que me toca esperar un poco más.

Creo que perdí la percepción del dolor, ya no siento mi propio cuerpo. Los muñones me sangran afuera del agua y creo que los cisnes me comieron dos o tres dedos más, pero no lo sé. Tengo que contar para asegurarme.


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