22 de junio de 2020

El lado oeste de la habitación




Nos mudamos a la nueva casa hace tres años ya. La premisa era estar más cómodos y sobre todo que mi hermano yo tuviéramos piezas separadas.

Al principio mi habitación propia era detestable. Las paredes estaban descascaradas, había telarañas por doquier, la única luz que había era un foquito colgando del techo, sin siquiera una lámpara. Las persianas no subían, por lo que la habitación estaba siempre a oscuras y todos mis libros, los únicos que me podrían ayudar a sobrellevar todo eso,estaban en cajas.

Con el tiempo la situación mejoró. Hubo obras en la casa y fuimos arreglando los desperfectos. Peleé con mi mamá porque quería que las paredes de mi pieza fueran verdes y ella se empeñaba en que fueran blancas. No gané la discusión, pero me vengué de mis horribles paredes blancas pegando pósters de Batman y del chapulín colorado.

Cuando estaban arreglando la habitación de mi hermano surgió un desperfecto. Según nos explicaron los ingenieros, un caño que pasaba por debajo de mi habitación explotó y eso provocó que el piso se hinchara por la humedad.

Al principio era gracioso, a la noche miraba con la luz apagada como la pequeña joroba de mi piso se transformaba -con un empujoncito de la imaginación- en un dinosaurio, en un camello y diversos animales.

Después, la joroba empezó a crecer cada vez más. Como era un crecimiento muy, muy paulatino nadie lo veía, pero al cabo de tres o cuatro meses la joroba creció tanto que se convirtió en una montaña, prácticamente de la altura de mi hermano, que era tres años menor que yo.

Mi familia no tenía la plata para resolverlo sin antes haber arreglado los aspectos básicos de la casa, así que me dijeron que espere. Para mí, tener un desperfecto en el piso que casi llegaba hasta el techo, era, sin dudarlo, un aspecto básico de la casa, pero esa discusión tampoco la gané.

La situación se tornó mucho más rara a los dos meses. La montaña alcanzó tal tamaño que dividió mi habitación en dos. Si quería estar en el lado oeste de mi pieza, tenía que entrar por la puerta, y si quería acceder al lado este, entraba por la ventana. Esto alarmó un poco a mi familia y decidieron pedirle prestada plata a mi abuelo para cubrir los gastos. Mi abuelo fue medio tacaño, al principio se negó argumentando que no era algo tan esencial y que necesitaba el dinero. Cuando la montaña llegó a los treinta centímetros de distancia del techo, accedió.

La noche antes de que los obreros vinieran a arreglarlo dormí mal. Soñé que la montaña era en realidad mi tortuga, que me gritaba que la salvara.

Me desperté a eso de las cuatro de la madrugada. Iba a prender la luz para buscar un vaso de agua cuando noté algo extraño. La montaña, una cosa descomunal y negra, recortada contra la luz de la pieza de mi hermano -que no se animaba a dormir con la luz apagada-, se movía levemente, de arriba a abajo. Un suave balanceo casi imperceptible, como si respirara.



Cerré los ojos, asustado, y en esa oscuridad en que los sentidos se agudizan por el miedo, escuché una respiración. No estaba solo.

Por más que la respiración era tranquila y regular, como si la cosa estuviera dormida, me inquietaba por obvias razones.

Prendí la luz y en ese instante el ruido cesó. Pasaron diez minutos y decidí apagar la luz y dormir. Ni bien lo hice, la respiración se reanudó, lanzó un suspiro como cuando alguien se despierta y abandonó el ritmo regular.

Casi al borde del infarto escuché una voz. Parecía una fusión de una voz de viejo con una voz de tortuga resfriada, esa era la imagen mental que se me representaba, aunque podía haber cualquier cosa en la habitación. Sin embargo, no podía adjudicarle cara. Me lo imaginaba como algo amorfo, con rasgos poco definidos, donde la cara no se veía bien porque se confundía con el resto de formas abstractas de su cuerpo de madera.

-Acércate- me dijo

Ni a palos” pensé, pero mi cuerpo, movido por el miedo, ya había tomado otra decisión.

Me senté al lado de la montaña, en el lado oeste de mi pieza.

Entonces la forma enorme y descomunal mutó, primero se empezó a descender hasta ser solo un chichón del suelo, después se separó del piso, rodó y su forma angulosa de madera se fue modificando. Parecía que se ablandaba, se hacía más pegajosa y blanda y tomaba otras formas. Finalmente se quedó quieta.

-Mucho gusto, señor- dijo con voz nasal y me extendió una mano diminuta. Ahí pude dilucidar que era una rana- Estoy aquí para servirle. Sígame, por favor-

Y entonces noté que el piso, ahora completamente llano, tenía una pequeña manija que la rana jaló y se abrió un rectángulo hacia abajo.

-Sin miedo- me dijo, y saltó al vacío

Obvio que tenía miedo. De 1) el piso de mi pieza había crecido hasta prácticamente el techo 2) el piso de mi pieza había empezado a respirar y a hablarme 3) el piso de mi pieza se había transformado en una rana parlante que ahora 4) me pedía que saltara hacia una oscuridad que me llevaría no sabía cuántos metros abajo.

Sin embargo salté. La dulce irrealidad de las cosas era muy buena para desaprovecharla. Probablemente durante el día despertara y todo hubiera desaparecido.

Para mi sorpresa, la caída fue corta. Calculé que habría caído solo dos o tres metros y aterricé sobre un montón de colchones mullidos y cómodos, al lado de la rana.

-Bienvenido a su casa, señor- me dijo

Miré a mi alrededor y vi la habitación tal cual yo la proyectaba en mi cabeza. Las paredes eran verdes, había pósters hermosos que nada tenían que ver con mis pósters polvorientos y rotos, había una cama con dosel, y en una de las paredes había una biblioteca muy grande.

-Cuántos libros…- exclamé, intentando abarcar esa enorme biblioteca con la vista y leyendo lomos

- Si me permite decirlo, señor, eso no es nada- y me hizo un gesto con la mano.

En el extremo de la habitación había una puerta.

-Por acá- dijo la rana, y abrió la puerta para que yo pasara.

Del otro lado había una habitación del doble de tamaño que la anterior, repleta de libros.

Todas las paredes tenían estantes desde el piso hasta el techo. Había una iluminación tenue, naranja, perfecta para leer, y varios escritorios y sillones muy finos. Maravillado, me acerqué y empecé a mirar los lomos.

-Son escritores que no va a encontrar arriba- me advirtió la rana, sonriendo.

Desbordando de felicidad, seguí a la rana por otra puerta.

La otra habitación, si cabe, era el doble de grande que la anterior. Era una sala de juegos. Tenía todas las colecciones de autitos que yo siempre había suplicado a mi mamá y que ella nunca me había comprado. Tenía rastis, mi juego favorito, de formas perfectamente geométricas y de colores brillantes.

En fin, había infinidad de juegos y divertimentos, uno más lindo que el otro, uno más eternamente deseado -y denegado- por mis padres.

Estuve horas jugando en esa sala. La rana se había sentado en un costado, servicial, pero al rato le ofrecí jugar conmigo y aceptó. No tenía sueño ni miedo, y a cada juego del que nos aburríamos aparecía otro mucho mejor. Así jugamos al teg, al sudoku, hicimos seis rompecabezas, jugamos al tutti fruti, todo la rana y yo, que me dijo que se llamaba Alfredo pero que prefería que lo llamaran Al.

A las ocho de la mañana, Al me dijo:

-Ya hay que subir, señor.- y olfateó el aire.- Sus padres están haciendo el desayuno. Pronto vendrán a buscarlo- y me extendió la mano, que yo estreché.

-Un gusto- le dije

Y ni bien solté la mano me encontré tendido en mi cama, con la luz del día invadiendo la habitación.

-A despertarse, dale- me dijo mi mamá, caminando desde el pasillo- Dale que vienen los obreros y hay que dejarlos trabajar. Podés ir al living y desayunar ahí, te hice unas tostadas.

La voz se fue acercando y cuando llegó a mi pieza se convirtió en un grito.

-¿Qué pasó?- pregunté, medio dormido todavía.

-La montaña- dijo,casi susurrando

Abrí los ojos y miré. La montaña había desaparecido.

Los obreros ya habían llegado.

-Permiso señora eh- dijo uno, entrando a mi habitación

-No sé qué pasó- dijo mi mamá

Los obreros revisaron el piso con unos medidores de humedad.

-Parece que se arregló solo- dijo otro- a veces con el tiempo la humedad disminuye y se deshincha.

Al rato se fueron. Yo estaba asombrado.

Reiteradas veces durante el día intenté encontrar la manijita y descender, pero no lo logré. Me frustró mucho y a la noche me fui a dormir casi llorando.

Me desperté a las cuatro con una vocecita.

-Pst. Pst

-¿Qué querés Tomás? La idea de la casa nueva era que cada uno durmiera en su pieza. No hay monstruos, te lo aseguro- dije, pensando que era mi hermano

-Señor

Abrí los ojos y me incorporé. La montaña estaba de nuevo ahí.

Me senté al lado, del lado oeste y presencié la misma transformación de la madrugada anterior.

- Es bueno verlo de nuevo- me dijo la rana y me extendió la mano para que se la estrechara, cosa que hice, radiante de felicidad.

La escena se repitió como la primera vez. Descendimos por el hueco, caímos en los colchones. Leí unas horas. El libro que leí era muy atrapante, con descripciones puntillosas, escenas bien narradas, personajes heroicos y épicos.

Jugamos un rato con Al, después leí otro libro y las horas transcurrieron.

A las ocho volví a mi habitación y dormí hasta tarde.

Desde esa vez, voy a mi propia casa subterránea todas las madrugadas.

Adolescencia” dicen mis papás cuando me ven dormir todo el día. Pero lo que no saben es las aventuras que vivo todas las noches.


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