Nos
mudamos a la nueva casa hace tres años ya. La premisa era estar más
cómodos y sobre todo que mi hermano yo tuviéramos piezas separadas.
Al
principio mi habitación propia era detestable. Las paredes estaban
descascaradas, había telarañas por doquier, la única luz que había
era un foquito colgando del techo, sin siquiera una lámpara. Las
persianas no subían, por lo que la habitación estaba siempre a
oscuras y todos mis libros, los únicos que me podrían ayudar a
sobrellevar todo eso,estaban en cajas.
Con
el tiempo la situación mejoró. Hubo obras en la casa y fuimos
arreglando los desperfectos. Peleé con mi mamá porque quería que
las paredes de mi pieza fueran verdes y ella se empeñaba en que
fueran blancas. No gané la discusión, pero me vengué de mis
horribles paredes blancas pegando pósters de Batman y del chapulín
colorado.
Cuando
estaban arreglando la habitación de mi hermano surgió un
desperfecto. Según nos explicaron los ingenieros, un caño que
pasaba por debajo de mi habitación explotó y eso provocó que el
piso se hinchara por la humedad.
Al
principio era gracioso, a la noche miraba con la luz apagada como la
pequeña joroba de mi piso se transformaba -con un empujoncito de la
imaginación- en un dinosaurio, en un camello y diversos animales.
Después,
la joroba empezó a crecer cada vez más. Como era un crecimiento
muy, muy paulatino nadie lo veía, pero al cabo de tres o cuatro
meses la joroba creció tanto que se convirtió en una montaña,
prácticamente de la altura de mi hermano, que era tres años menor
que yo.
Mi
familia no tenía la plata para resolverlo sin antes haber arreglado
los aspectos básicos de la casa, así que me dijeron que espere.
Para mí, tener un desperfecto en el piso que casi llegaba hasta el
techo, era, sin dudarlo, un aspecto básico de la casa, pero esa
discusión tampoco la gané.
La
situación se tornó mucho más rara a los dos meses. La montaña
alcanzó tal tamaño que dividió mi habitación en dos. Si quería
estar en el lado oeste de mi pieza, tenía que entrar por la puerta,
y si quería acceder al lado este, entraba por la ventana. Esto
alarmó un poco a mi familia y decidieron pedirle prestada plata a mi
abuelo para cubrir los gastos. Mi abuelo fue medio tacaño, al
principio se negó argumentando que no era algo tan esencial y que
necesitaba el dinero. Cuando la montaña llegó a los treinta
centímetros de distancia del techo, accedió.
La
noche antes de que los obreros vinieran a arreglarlo dormí mal. Soñé
que la montaña era en realidad mi tortuga, que me gritaba que la
salvara.
Me
desperté a eso de las cuatro de la madrugada. Iba a prender la luz
para buscar un vaso de agua cuando noté algo extraño. La montaña,
una cosa descomunal y negra, recortada contra la luz de la pieza de
mi hermano -que no se animaba a dormir con la luz apagada-, se movía
levemente, de arriba a abajo. Un suave balanceo casi imperceptible,
como si respirara.
Cerré
los ojos, asustado, y en esa oscuridad en que los sentidos se
agudizan por el miedo, escuché una respiración. No estaba solo.
Por
más que la respiración era tranquila y regular, como si la cosa
estuviera dormida, me inquietaba por obvias razones.
Prendí
la luz y en ese instante el ruido cesó. Pasaron diez minutos y
decidí apagar la luz y dormir. Ni bien lo hice, la respiración se
reanudó, lanzó un suspiro como cuando alguien se despierta y
abandonó el ritmo regular.
Casi
al borde del infarto escuché una voz. Parecía una fusión de una
voz de viejo con una voz de tortuga resfriada, esa era la imagen
mental que se me representaba, aunque podía haber cualquier cosa en
la habitación. Sin embargo, no podía adjudicarle cara. Me lo
imaginaba como algo amorfo, con rasgos poco definidos, donde la cara
no se veía bien porque se confundía con el resto de formas
abstractas de su cuerpo de madera.
-Acércate-
me dijo
“Ni
a palos” pensé, pero mi cuerpo, movido por el miedo, ya había
tomado otra decisión.
Me
senté al lado de la montaña, en el lado oeste de mi pieza.
Entonces
la forma enorme y descomunal mutó, primero se empezó a descender
hasta ser solo un chichón del suelo, después se separó del piso,
rodó y su forma angulosa de madera se fue modificando. Parecía que
se ablandaba, se hacía más pegajosa y blanda y tomaba otras formas.
Finalmente se quedó quieta.
-Mucho
gusto, señor- dijo con voz nasal y me extendió una mano diminuta.
Ahí pude dilucidar que era una rana- Estoy aquí para servirle.
Sígame, por favor-
Y
entonces noté que el piso, ahora completamente llano, tenía una
pequeña manija que la rana jaló y se abrió un rectángulo hacia
abajo.
-Sin
miedo- me dijo, y saltó al vacío
Obvio
que tenía miedo. De 1) el piso de mi pieza había crecido hasta
prácticamente el techo 2) el piso de mi pieza había empezado a
respirar y a hablarme 3) el piso de mi pieza se había transformado
en una rana parlante que ahora 4) me pedía que saltara hacia una
oscuridad que me llevaría no sabía cuántos metros abajo.
Sin
embargo salté. La dulce irrealidad de las cosas era muy buena para
desaprovecharla. Probablemente durante el día despertara y todo
hubiera desaparecido.
Para
mi sorpresa, la caída fue corta. Calculé que habría caído solo
dos o tres metros y aterricé sobre un montón de colchones mullidos
y cómodos, al lado de la rana.
-Bienvenido
a su casa, señor- me dijo
Miré
a mi alrededor y vi la habitación tal cual yo la proyectaba en mi
cabeza. Las paredes eran verdes, había pósters hermosos que nada
tenían que ver con mis pósters polvorientos y rotos, había una
cama con dosel, y en una de las paredes había una biblioteca muy
grande.
-Cuántos
libros…- exclamé, intentando abarcar esa enorme biblioteca con la
vista y leyendo lomos
-
Si me permite decirlo, señor, eso no es nada- y me hizo un gesto con
la mano.
En
el extremo de la habitación había una puerta.
-Por
acá- dijo la rana, y abrió la puerta para que yo pasara.
Del
otro lado había una habitación del doble de tamaño que la
anterior, repleta de libros.
Todas
las paredes tenían estantes desde el piso hasta el techo. Había una
iluminación tenue, naranja, perfecta para leer, y varios escritorios
y sillones muy finos. Maravillado, me acerqué y empecé a mirar los
lomos.
-Son
escritores que no va a encontrar arriba- me advirtió la rana,
sonriendo.
Desbordando
de felicidad, seguí a la rana por otra puerta.
La
otra habitación, si cabe, era el doble de grande que la anterior.
Era una sala de juegos. Tenía todas las colecciones de autitos que
yo siempre había suplicado a mi mamá y que ella nunca me había
comprado. Tenía rastis, mi juego favorito, de formas perfectamente
geométricas y de colores brillantes.
En
fin, había infinidad de juegos y divertimentos, uno más lindo que
el otro, uno más eternamente deseado -y denegado- por mis padres.
Estuve
horas jugando en esa sala. La rana se había sentado en un costado,
servicial, pero al rato le ofrecí jugar conmigo y aceptó. No tenía
sueño ni miedo, y a cada juego del que nos aburríamos aparecía
otro mucho mejor. Así jugamos al teg, al sudoku, hicimos seis
rompecabezas, jugamos al tutti fruti, todo la rana y yo, que me dijo
que se llamaba Alfredo pero que prefería que lo llamaran Al.
A
las ocho de la mañana, Al me dijo:
-Ya
hay que subir, señor.- y olfateó el aire.- Sus padres están
haciendo el desayuno. Pronto vendrán a buscarlo- y me extendió la
mano, que yo estreché.
-Un
gusto- le dije
Y
ni bien solté la mano me encontré tendido en mi cama, con la luz
del día invadiendo la habitación.
-A
despertarse, dale- me dijo mi mamá, caminando desde el pasillo- Dale
que vienen los obreros y hay que dejarlos trabajar. Podés ir al
living y desayunar ahí, te hice unas tostadas.
La
voz se fue acercando y cuando llegó a mi pieza se convirtió en un
grito.
-¿Qué
pasó?- pregunté, medio dormido todavía.
-La
montaña- dijo,casi susurrando
Abrí
los ojos y miré. La montaña había desaparecido.
Los
obreros ya habían llegado.
-Permiso
señora eh- dijo uno, entrando a mi habitación
-No
sé qué pasó- dijo mi mamá
Los
obreros revisaron el piso con unos medidores de humedad.
-Parece
que se arregló solo- dijo otro- a veces con el tiempo la humedad
disminuye y se deshincha.
Al
rato se fueron. Yo estaba asombrado.
Reiteradas
veces durante el día intenté encontrar la manijita y descender,
pero no lo logré. Me frustró mucho y a la noche me fui a dormir
casi llorando.
Me
desperté a las cuatro con una vocecita.
-Pst.
Pst
-¿Qué
querés Tomás? La idea de la casa nueva era que cada uno durmiera en
su pieza. No hay monstruos, te lo aseguro- dije, pensando que era mi
hermano
-Señor
Abrí
los ojos y me incorporé. La montaña estaba de nuevo ahí.
Me
senté al lado, del lado oeste y presencié la misma transformación
de la madrugada anterior.
-
Es bueno verlo de nuevo- me dijo la rana y me extendió la mano para
que se la estrechara, cosa que hice, radiante de felicidad.
La
escena se repitió como la primera vez. Descendimos por el hueco,
caímos en los colchones. Leí unas horas. El libro que leí era muy
atrapante, con descripciones puntillosas, escenas bien narradas,
personajes heroicos y épicos.
Jugamos
un rato con Al, después leí otro libro y las horas transcurrieron.
A
las ocho volví a mi habitación y dormí hasta tarde.
Desde
esa vez, voy a mi propia casa subterránea todas las madrugadas.
“Adolescencia”
dicen mis papás cuando me ven dormir todo el día. Pero lo que no
saben es las aventuras que vivo todas las noches.