9 de mayo de 2019

Bitácora


                                                                         I
No me acuerdo cómo, dónde, cuándo ni por qué llegué acá.
Mi memoria parte desde ese momento en el que abrí los ojos y lo vi a él.
Él es pelirrojo, tiene barba, se viste de azul y siempre mira y pinta un cuadro.
Él está frente a mí, por eso nunca veo la pintura. La mira fijo y le da pinceladas constantes. Siempre está concentradísimo y se la pasa el día entero encerrado, pintando.
Creo que no me vio.
                                                                            II
Tras pasar semanas enteras mirando al pelirrojo, decidí hacer algo. Primero le hablé:
-Hola, señor...
pero no me escuchó.
Después me moví de mi lugar de siempre y recorrí la habitación. "Mi lugar de siempre" es donde caí. Bah, caí. Decidí establecerlo así, para aclarar un poco las cosas.
No cambia nada, pero al menos ahora la situación tiene un nombre. Antes ni eso.
Las cosas desde otro lugar tienen otra perspectiva.
Ahora veo el cuadro. Al principio me asustó, porque era la misma imagen que yo veía desde el lugar donde caí: el pelirrojo, con la mirada fija en otro cuadro y paleta en mano.
                                                                              III
Como fuera, decidí moverme y lo hice.
La habitación no es amplia. Tiene una cama, cuadros en las paredes, una mesita llena de jarrones y vasos, y sobre esa mesita, un espejo.
Atrás de la cama hay un perchero con ropa.
Nunca lo vi dormir. Solo pintar.
Puedo asegurar que no se mueve de esa silla.
                                                                              IV
Hoy, frustrada, enfrenté la situación.
Me paré enfrente de el tipo, le hablé, le grité.
Moví mi mano repetidas veces por delante de su cara, para intentar que me registrara.
Nada.
Me asusté.
Después intenté abrir la puerta.
Es celeste. Parece que hace mucho permanece cerrada.
Tironeé y tironeé del picaporte; primero nada, luego fue cediendo, y cuando finalmente se abrió me caí de espaldas hacia atrás, levantando una nube de polvo con mi caída.
El tipo ni se inmutó, siguió pintando. Indignante.
Me asomé a la puerta.
Blanco.
Nada.
Una nada profunda, vacía de toda razón. No había dimensiones, no había piso, no había techo.
Cerré de un portazo.
                                                                           V
Pasaron dos semanas, y me animé a abrir de nuevo la puerta.
Esta vez, un solo tironcito bastó, y la puerta inmensamente celeste dejó al descubierto el vacío inmensamente blanco.
No, miento.
Vi algo, allá a lo lejos.
Creo que son colores. Parecen los que usa el pelirrojo cuando pinta.
Me agarré bien fuerte del marco de la puerta y me asomé, lento pero seguro.
Con mucho cuidado me quedé mirando un rato largo.
Como algo que crecía suavemente dentro de mí desde el primer día sentí la curiosidad.
Se extendió por mí.
Miré al pelirrojo, pero nada, seguía abstraído en su pintura.
Extrañada cerré la puerta.
                                                                          VI
Me desperté a la madrugada con una sola cosa en la cabeza: ese pedazo de madera celeste que me separaba de la nada, el blanco, el abismo.
Creo que estoy perdiendo la cordura.
El picaporte cedió inmediatamente a mi mano.
Me asomé.
Me asomé.
Me asomé.
Me asomé mucho, y antes de darme cuenta, un pie resbalaba, la mano se separaba de donde estaba fuertemente agarrada y todo mi cuerpo, dormido y pesado, caía, caía, caía y caía infinitamente.
                                                                              VII
No me acuerdo cómo, dónde, cuándo ni por qué llegué acá.
Mi memoria parte desde ese momento en el que
abrí los ojos
 y
lo vi
 a
 él.










En este texto, la consigna fue basarse en una pintura

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