Llevaba el disfraz, que, por supuesto,
además de hacerlo parecer ridículo, lo asemejaba a una persona que
no tenía la capacidad de hablar. Amaba actuar frente a diferentes
públicos de pequeño, pero cuando sus padres se mudaron a una
ciudad, no tuvo otra opción que hacerlo para sobrevivir y subsistir,
para ganar dinero y poder alimentarse. Sus espectadores, lo choferes,
lo miraban con interés sólo los primeros días, porque cuando ya
todos lo conocían en el pueblo, dejó de tener grandes ganancias.
Una
mañana, al abrir la alacena de su casa, se dio cuenta que la comida
no le alcanzaba ni para almorzar ese mediodía; finalmente decidió
migrar a otro lugar.
Tras
recorrer caminos a pie y rutas a dedo, llegó a una gran ciudad cuyo
nombre era desconocido para él. Caminó varias cuadras en la misma
dirección hasta encontrarse en medio de edificios, perdido. Intentó
encontrar la salida de ese laberinto de inmensas casas, calles,
colectivos y cosas desconocidas para una persona que nació y vivió
en un lugar pequeño.
Quiso
preguntarle a una mujer, pero esta lo ignoró, tal vez pensó que le estaba
pidiendo dinero. Decidió caminar sin dirección hasta llegar a algún
policía o, al menos, un civil que acepte ayudarlo; pero luego de
varios intentos se dio cuenta que todo era inútil, cada quien que
recibía una pregunta suya tenía varias razones para rechazarlo.
Cuando
comenzó a anochecer, descubrió una pequeña casa sin absolutamente
nada al rededor: estaba aislada del resto. Sin pensar demasiado,
entró para ver quien a habitaba; pero a diferencia de lo que
esperaba encontrarse allí (tal vez una familia o amigas de la
universidad viviendo juntas para no pagar dos domicilios), no había
ningún humano, ni siquiera un perro o un gato. El lugar, que estaba
totalmente amueblado, se veía acogedor; pero sólo al dar un paso se
topó con una carta:
“¿Qué
hace un mudo por aquí? ¿Decidió empezar un juego en una gran
ciudad?”
No
era la primera vez que lo criticaban, pero sí la primera vez que lo
hacían por escrito. Le molestaba tanto que los demás no se den
cuenta que podía hablar, pero su trabajo se lo impedía: era la
esencia de la diversión de los espectadores, moverse sin decir ni
una palabra tratando de transmitir historias a través de los
movimientos del cuerpo, de los gestos, de las expresiones. No e
importó demasiado, estaba muy cansado y sólo quería acostarse y
descansar un rato, pero, sobre el colchón (además de las sábanas,
almohadas, almohadones, almohadoncitos y acolchados) había otro
mensaje:
“¿Tan
sólo a las siete te vas a acostar? ¿Qué hace alguien de pueblo en
una inmensa ciudad?”
Puso
su mano cerca de sus ojos y la giró lentamente para ver la
pantallita del reloj eléctrico, aparecía, con números cuadrados y
robóticos, “19:00”. Comenzó a asustarse, ¿Acaso lo estaban
vigilando? Corrió hacia la puerta, resistiendo las tentaciones de
tumbarse en la cama, y alzó la vista buscando a aquel espía, pero,
en su lugar, había una nota:
“¿Descubriste
ya la salida del laberinto diseñado exclusivamente para vos?”
Se
quedó inmóvil, no sabía si todo ello había sido realmente verdad:
tal vez alguien le estaba haciendo una broma pesada. Si salía del
hogar estaría haciendo lo que el escritor de cartas quería, sino
seguiría perdido. Optó por la primera opción y corrió por la
ciudad en busca de al menos una persona, hasta que finalmente
encontró a un señor:
-
Disculpe, ¿Esta es la salida de la ciudad?
No
recibió respuestas, el otro siguió de largo, pero, por su bolsillo
trasero de la chaqueta de cuero, se le cayó un papel
involuntariamente:
“Ignoren
al mimo, no le hagan caso, no le hablen, no lo miren a los ojos, no
lo toquen, no se acerquen, hagan de cuenta que no existe”
Por
supuesto que aquella era la razón por la que nadie lo registraba,
pero le llamó aún más la atención la firma: era parecida a la
suya, era de alguien que tenía el mismo apellido, era de su propio
padre.
Atravesó
la puerta, mirando hacia los lados, pero él estaba justo en frente.
Con una mano delante suyo, impidiendo que su hijo lo abrazara, mostró
una nota con la misma caligrafía que las anteriores:
“¿Qué
hace un mimo en una ciudad? ¿Qué hace un mimo por acá?¿Qué hace
mi hijo como mimo?”
-Papá,
¿Qué estás haciendo acá?- Lo había dicho con un hilito de voz,
hacía tiempo que no levantaba la voz para conversar.
El
hombre no contestó, se puso a escribir en otro pedazo de papel:
“Te
extrañamos, estábamos esperando que tu trabajo en el pueblo fracase
para poder traerte aquí y luego llevarte con nosotros. Podrías ser
un famoso empresario...”
-
Yo no quiero eso, yo quiero ser mimo- el tono estaba volviéndose más
grave y definido.
“Un
mimo no ganará bien en esta ciudad, nadie te va a mirar y te van a
rechazar”
-
Cuando suceda eso me mudaré a otro lado, lo voy a hacer cuantas
veces sea necesario, pero es mi pasión.
La
hoja donde había escrito todo lo anterior se le había acabado,
metió la mano en el bolsillo izquierdo del pantalón y revolvió
todo hasta hallar lo que antes había sido una factura y la dio
vuelta para escribir en su lado en blanco.
“Me
abandonás”
-
Ya
crecí, quiero seguir mi vida.
Volvió a meter la mano en el
bolsillo, pero esta vez en el derecho. Al segundo sacó una pequeña
pila de servilletas y tomó sólo una de ellas.
“Pero tenés que ayudarme…
Tenés que venir conmigo...”
-
Algún día voy a estar en
tu ciudad, trabajando. Sólo asómense por la ventana y allí estaré
representando cuentos con las manos, haciendo lo que amo.
Miró
con fatiga y con tristeza a su hijo. Debía dejarlo ir, aunque quería
quedarse con él, tendría que aceptar que todavía le quedaban años
por delante
y aún tenía que descubrir distintas
ciudades y entender su mecanismo. Tomó otra servilleta y escribió:
“Si vas al río, que los peces te
aplaudan. Si vas a una montaña y tenés frío, que encuentres un
hogar donde te ofrezcan bebida caliente. Si vas al desierto, que la
lluvia te siga para que sus gotas golpeen en la arena musicalizando
tu actuación. Pero vayas a donde vayas, no te olvides de tus
padres...”.