1 de marzo de 2020

Tres mujeres, ninguna pestaña y lentes de aloe vera

La muerte de mi tía fue triste, pero no sorpresiva, ella siempre andaba con algún problema de salud que alertaba a toda la familia, a parte era bastante vieja. Luis, decidió adoptarme como sobrino desde entonces. 
Pasaba algunas tardes en su casa, siempre tuve el recuerdo de verla vestida con prendas extravagantes y coloridas, ofreciendo galletitas de paquete dándose el crédito por la autenticidad. Al cabo de un año, ambos nos habíamos acostumbrado al cambio, tuvo su lugar en la mesa familiar de año nuevo y mis abuelos la trataron como una hija más.
Tal vez, tenía la absurda idea de encontrar a alguien que la reemplazara cuando muriera, como ella había hecho ante el fallecimiento de mi tía, una especie de madrina que me adoptase como su sobrino cuando ella no estuviera más. Tal vez sólo quería presentarme a sus amigas, que seguro eran tan pocas como los caramelos que cabían en el puño de mi mano por aquellos tiempos. Pero la cuestión es que fijó una fecha para el encuentro. Yo, me preparé exactamente diez minutos antes de salir, no entusiasmaba la idea pero no quería decepcionarla. Compré unas galletitas en la panadería, mejores que las que Luisa me ofrecía.
Luisa llevaba un nuevo vestido, o al menos nunca se lo había visto. Era negro. Completamente negro, lo que no era habitual en ella. Comenzaba con un cuello de encaje y tenía varias flores de distintos tonos de negro. Abajo, en vez de dobladillo las costuras se dejaban con aire violento. Pero la oscuridad era cortada por un sombrero playero de color lila, parecía hecho a mano y llevaba flores rojas, blancas y amarillas en un extremo de la cinta verde.
-Pasá, Iván. Te estábamos esperando.
Yo, ya sabía que me esperaban, pero me limité a asentir. En la sala habían cuatro personas, una era mi tía. La que estaba sentada en un sillón de mimbre pintado de blanco, miró el reloj plateado y destrozado, aparentaba ser el reloj que tenía desde que era niña y el último arreglo estaba hecho desprolijamente con un alambre.
- Llegó tarde, Luisa, ¿cuándo le vas a enseñar?- comentó gritando, pero en vez de mirar al referente me miró con disgusto. Su rostro era grande, demasiado quizás, sus ojos apenas se percibían con los párpados que parecían cargar bolsas de cemento. No tenía ni una sola pestaña, pero por otro lado unas cejas pobladas sobresalían. Su boca era larga y angosta, los extremos se tornaban levemente para abajo y las mejillas le pesaban como un bulldog francés. El cuello no se veía, en cambio una camisa de flores marrones apretaba lo suficiente para verle las costillas, pero, lo peor era el cabello. Hubieran parecido cordones de zapatos si hubiese estado suelto, pero trenzados sin duda semejaban a una soga de un castaño indeciso. Al acercarme para saludarla pude notar el olor a imprenta, a libro nuevo.
La siguiente mujer estaba sentada en un banco que dejaba chorrear su cuerpo a los costados, como un helado derritiéndose a los costados del cucurucho. Pero, lo que más se notaba a simple vista eran sus grandes ojos de un color marrón azulado, o azul verdoso, o, quizás, de un verde con un tinte de marrón. Por supuesto, los lentes tan gruesos como una hoja de aloe vera, los hacían ver inmensamente más grande. La nariz desaparecía tras el marco y la boca era lo suficientemente pequeña y descolorida para pasar desapercibida entre las tantas pecas y lunares que inundaban su rostro. A pesar de que llevaba el pelo muy corto, estaba plenamente desalineado y revuelto, dejando al intemperie unas enormes orejas con unos aros que tenían la apariencia de pesar como un bebé.
-¿Qué esperás, nene? Saludame- me dijo con vos ronca y aliento a aceituna.
-Sí, sí, ya voy.
-¡Qué voz chillona tiene tu sobrino!- las otras asintieron con cuello rígido. Luisa me miró y su labio inferior se inclinó levemente hacia abajo como la señora con mejillas de bulldog francés solía tener.
La mujer que restaba en mi ronda de saludos parecía disgustada, me miraba de pies a cabeza con su huesudo y largo dedo señalando en su muñeca el espacio donde alguna vez hubo un reloj, pero ahora sólo una sección de piel más clara se podía distinguir. Todos los huesos de los brazos sobresalían y las venas formaban una enredadera roja por las extremidades desnudas. Al llegar al cuerpo, colgaban como en un muñeco rearmado, el torso era extrañamente más ancho  y la panza tenía exactamente la forma de un animal, como si se hubiera tragado un pollo entero. El cuello era largo, interminable, enganchado a una cabeza con forma de heladera. Los labios eran gruesísimos y enormes, forzando una sonrisa que los hacía ver incluso más grandes. El superior, se amontonaba con una nariz al estilo de palo de hockey con la bocha orgullosamente pegada. Apenas se distinguían unas tapas de botella celeste por la inmensa cantidad de lagaña y mugre que cubría los ojos. Sin embargo, las marcas de unos lentes que ya no estaban junto a un cabello largo y disparejo similar a la cola de un caballo que tiene de peluquero un niño distraían la vista. Éste último estaba enganchado a montones de moños despintados y mal combinados. Para finalizar su atuendo, llevaba un gran abrigo sin mangas de piel falsa y mal imitada que conseguían tapar el resto de la ropa.
Me apuré a saludarla, su olor a naftalina y caramelos de limón no me agradaba para nada.
Durante la reunión, me limité a dar respuestas cortas y cordiales mientras pensaba en cómo había hecho la primera mujer para sacarse las pestañas. Realmente sus conversaciones eran aburridas y sus enormes o exageradamente pequeños rasgos me asustaban un poco para cambiar de tema. No podía entender cómo podían llevar un aspecto tan desagradable y, a su vez, tan antipáticas. Trate de disimular mi asombro, esa noche apenas pude dormir por el pánico que me generaba tener que darle mi opinión a Luisa. Le seguí mintiendo hasta que murió, siempre evitaba encontrarme a sus amigas pero ella parecía creer que me agradaba.
Pasaron varios años desde entonces y tuve hijos y luego nietos, dos exactamente. Mi hija, madre del más grande, me pidió una tarde que lo cuidase y no pude negarme. Esa vez, no tuve tiempo de cocinar, así que compré unas galletitas y las coloqué en una bandeja... ¿Quién se daría cuenta?
El niño llegó a horario pero tardó un poco en saludarme. Una vez cómodo, me preguntó:
-Abuelo... ¿por qué no tenés pestañas?
Lo miré. ¡Qué voz chillona tenía! Detrás suyo había un espejo: mis grandes cejas, mis lentes de aloe vera, mis labios enormes, mi pelo revuelto y de un castaño indeciso, mi nariz de palo de hockey, mi piel pecosa y mis grandes ojos de tapa de botella sin pestañas. Sonreí. Recordé cuando había decidido no peinarme las cejas para parecer rebelde, cuando me recetaron unos lentes enorme por haber estado una semana entera sin apartar los ojos de un libro, cuando sólo tenía la mitad del dinero para pagarle al peluquero la tintura, el pelotazo que me habían pegado  haciendo que mi boca y la parte inferior de la nariz se inchasen, las veces que había ido a la playa como para originar tal cantidad de pecas... y, aquella vez que por tener conjuntivitis me froté tanto los ojos que se me cayeron las pestañas de a poco, nunca volvieron a crecer...
-Cuestiones de la vida, consecuencias de aprendizajes, elecciones alocadas, resultados de momentos de diversión y recuerdos de los años... algún día lo vas a entender.

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