Un figura ancha aparecía delante de sus ojos, se estiraba, se movía, se desformaba y cambiaba. Mutaba, sonreía, lloraba, verde, rojo, gris. Estaba borrosa, se disfumaba y, poco a poco, se definía en un cuerpo, un cuerpo que todavía no se entendía, un cuerpo de alguien o de algo. Se acercaba, se alejaba, desaparecía para tomarlo por sorpresa. De pronto, sintió que el cuerpo se hacía humo y el humo se hacía cuerpo, pero no cualquier cuerpo, su cuerpo. El humo se infiltraba en las cavidades, por todos los poros de la piel, hasta desaparecer. Entonces, un contorno se paró delante suyo, lo miraba, se transformaba en niño, doce, diez, nueve años. Lo inspeccionaba por curiosidad. Él, lo miraba, se transforma y lo inspeccionaba por curiosidad, pero ya no tenía control de sí mismo. Era sólo un niño jugando con otro. Se dejaban llevar, dibujaban, leían, saltaban y bailaban.
Cualquiera hubiesen dicho que se conocían hace años, ya resultaba normal ver al niño de ojos verdes brillante junto a él... el niño de ojos... ¿eran marrones?¿eran azules? verdes, quizás. No lo recordaba, pero simulaba saberlo, estaba allí, en la mente, pero no podía recordarlo. Le preguntó a su amigo, pero este creyó que era una broma, le sonrió, se rieron juntos y siguieron jugando. De a ratos la necesidad de saber el color de sus ojos aparecía en su mente, obstruyéndole la vista, arruinándole el juego. Pensó entonces que la única forma era preguntarle a su reflejo, no había muchos lugares con espejos y a la hora de la siesta los negocios cerraban... Su deseo tendría que esperar.
Fueron a una casa, no parecía suya. Estaba borrosa, se definían a medida que avanzaba, baldosa por baldosa. No era la casa de el niño, tampoco. Se fue acostumbrando, podría indicar dónde estaba el baño o la habitación, su habitación. Cada vez se parecía más a su casa, cada vez más idéntica...
Le resultaba fácil jugar a las escondidas allí. Le tocaba contar al niño, él se escondería en la habitación de sus padres, junto al espejo. Siguió con el dedo la pared que acompañaba su recorrido, cerró los ojos, cuando sintiese un relieve significaría que llegó al espejo. Se topó con la esquina, no había relieve, la pared era completamente llana. Quiso salir de la habitación... ¿en dónde estaba? Las cosas fuera del marco de la puerta caían en un vacío sin color, se estiraban, se ensanchaban, se esfumaban...
- Diez, voy a buscarte!- dijo el niño a lo lejos, pero entonces la voz pareció estar en su oído, le susurraba, lo amenazaba, lo buscaba.
La habitación era cada vez más chica, los tablones de madera del suelo se resbalaban. Un leve golpecito en la espalda. El niño de ojos verdes brillantes estaba detrás de él.
-Te encontré- no se le movieron los labios, no parpadeaba, sus ojos parecían focos de luz.
- Necesito un espejo, ayuda- murmuró aliviado, pero luego se arrepintió de confiar en él.
- Deberíamos seguir jugando.
Corrió, cada vez más rápido hasta que cayó. Dos tablones de madera aún quedaban sobre él. Se deformaron, mutaron, sonrieron y lloraron. Se hicieron humo y se infiltraron en todas las cavidades de la piel. Y cayó otra vez. Creció, nueve, diez, doce... los años frente a sus ojos, el niño junto a él en cada momento.
Sonó una alarma y terminó de caer. Recordaba que tenía que ir a trabajar, se apuró. Rumbo a la cocina pasó por el pasillo decorado de fotografías de su infancia. Esa, la habían sacado con su madre en un jardín, la siguiente era de un museo, pero le llamó la atención una que no recordaba. Tenía nueve años, era su cumpleaños. Sus compañeritos lo rodeaban en el living de la casa de su infancia. El lugar era pequeño, se podía ver la habitación de sus padres por una puerta abierta en el fondo de la imagen. La cama hecha, la mesita de luz con los libros de su madre, el espejo... un simple reflejo, medio borroso. Unos ojos verdes brillantes lo miraban. Se deformaban. Se estiraban. Cambiaban de forma. Pestañaron. La puerta de la habitación se cerró por completo.
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