Recorro con la vista, con el tacto, con los sentimientos. Acompaño el movimiento, el camino; deslizo mis dedos por el terciopelo, las yemas se desprenden ligeramente de un espacio para saltar al continuo, las uñas no son una traba. Los pies me llevan, pero los ojos me guían, me guían por el rastro del recuerdo, por las huellas del olvido. Me concentro en el caminar, miro mi posición sin dejar de lado el lugar donde estoy, pienso que tal vez sea la última vez que lo haga. Me abrumo, comienzo a ir más lento, cada vez más, y más... Veo como sigue, no me desvanezco pero tampoco acelero. Pienso y recuerdo: la caída frágil del cabello, la abertura insípida de la boca, las sensaciones, los rincones... Todo, todo lo que recorrí, todo lo que viví desde que comencé este viaje; la cantidad de veces que me arrepentí no impiden que lo vuelva a hacer para arrepentirme de lo arrepentido, pero continúo, disfrutando por última vez lo último.
Doy un paso y lo veo, me doy cuenta, freno. El fin, el fin frente a mí El terciopelo se desvanece, se esfuma, desaparece. El suelo ya no es suelo, el aire ya no es aire. Miro hacia bajo, miro hacia arriba, hacia los costados. Miro, pero no veo nada, nada que indique que es el fin, nada que lo contradiga. Pienso en cómo me lo imaginaba, en los mitos, en las leyendas que ahora sé que eran falsas. Hallo diferencias, hallo igualdades. Recuerdo las trabas que tuve, que me pusieron, que me quitaron.
Doy un paso más, estoy sobre algo rojo, algo quebradizo, algo húmedo. Mis pies tiemblan, mis manos no acompañan más el claro y deforme pastizal, las dejo caer, las dejo ser.
Sigo, sigo un poco más y lo comprendo. Me inmovilizo y observo, observo lo inesperado, observo lo esperado. La llaman lengua, como la mía, como todas. Los llaman labios, como los míos, como todos. La humedad desaparece, se reseca la superficie, se quiebra, se vuelve blanquecina. La veo, se eleva y moja el labio, me moja, me lleva... Al momento de tocarme recuerdo todo, pienso en todo y en que quizás sea la última vez. Me habían dicho lo que tenía que hacer: agarrarme de la garganta. Me tomo entonces, de la pared rosácea. Trepo y lo veo, lo encuentro, encuentro el camino hacia allí. Lo llaman cerebro, como el mío, como todos. Después de seguir instrucciones, razones, llego. Y no es como dicen, no es como me lo imaginaba. El fin frente a mí, nuevamente.
Es fácil: morder, mascaré un pedazo de cerebro, masticar y masticar. Luego viene escupir y esculpir. Modificar, crearé, sorprenderé con el principio de un principiante. Darle vida, darle instrucciones. Y, entonces, lo mandaré al inicio, al cabello, a la cabeza.
Lo hago, le enseño. Le digo cómo funciona, como llegar a la cima. Le explico que tendrá que vivir, que esos somos: composiciones de cerebro que viven en lo que llaman mundo, y, que un día, va a tener que bajar, va atener que comenzar con el fin, con su fin. Lo envío y pienso, pienso en todo, en el fin que acabo de finalizar. Y me acuesto, me tiro, me desprendo.
Nos llaman parásitos, pero somos más que eso. Somos el proceso cíclico del fin. La demolición del cerebro, de nuestro lugar. Nos apropiamos, lo formamos, lo transformamos. Y pienso, pienso en el inicio de nosotros, en el inicio de nuestra instalación, en el inicio de los parásitos. Pienso en el fin, pienso en el principio y, finalmente, el final del final ocurre. La mente se empieza a tornar en blanco, decido finalizar pensando en la muerte del hombre, pensando en que logramos el objetivo.
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