-Ah, y no te olvides: mirá esa película, está buenísima- dice mi
hermano como despedida.
Hace
mucho no lo veía, pero ya nos pusimos al tanto de todo en un
barcito de Corrientes.
Hablamos
bastante, dos horas quizás , aunque los temas fueron los mismos de
siempre: la familia, el trabajo, películas. Sí: películas.
Es
el tema que más frecuentamos, aunque ninguno de los dos es cinéfilo, ni siquiera vemos películas “buenas”, como los clásicos que
todo el mundo conoce o los grandes directores. Nos gustan las de
zombies, apocalipsis, espías y, básicamente, todas las en las
que hay explosiones, tiros e inevitablemente termina por derruirse
el mundo.
Tomo
el colectivo pensando en la premisa de esa que me recomendó. No
entendí mucho, algo así como un descubrimiento de otro mundo en el
espacio, y unos zombies que inventan un arma nuclear para invadirlo.
También me dijo algo sobre este actor que es genial , que actuó en
esta otra película , y no se detuvo para escuchar mi débil pregunta
, ni se dio cuenta de que yo no conocía ese actor.
Aunque
la sinopsis no me interesa, sé que voy a terminar por verla, y mi
inconsciente ya va programando la función para esta tarde, para que
cuando en dos años nos volvamos a ver, le pueda contar a mi hermano
qué copada la película, qué capo el actor, y él me mire con
cara desentendida, sin acordarse de esa recomendación, y preparado
para darme otra.
Llego
a mi casa y lo primero que hago es acercarme a la cafetera.
Es
una cafetera vieja, me la regaló mi papá cuando me fui a mudar
solo y a mi papá se la regalaron en su boda.
Milagrosamente
sigue andando, aunque ya llevó varias reparaciones que me costaron
una fortuna.
Ella
y yo tenemos un trato: ella se rompe solo cada tres años y yo
siempre la hago arreglar, a cambio de los tres siguientes años de
paz y buen café.
Supongo
que por eso no la tiro, aunque me saldría más barato comprar una
nueva.
La
enchufo y la lucecita no se prende. No me alarmo, porque nuestro
contrato describe “romperse” como definitivamente no hacer café, y no creo que una lucecita que no brilla altere el buen sabor de la
bebida.
Pero
cuando aprieto el botón me doy cuenta de que definitivamente no
anda. Maldigo para adentro. ¿Cuándo fue el último arreglo? Puedo
contar los días con los dedos de una mano. Cuatro nomás , y la
máquina ya se rompió. Me decepciona; confiaba en ella.
Pienso
en los últimos cafés que tomé casi con nostalgia y me siento un
inútil por tomarme tan a pecho la situación. Decido hacerme un té.
La
pava eléctrica. Otra antigüedad.
Con
ella no tenemos un contrato, aunque no necesitamos uno, porque rara
vez tomo té. Y rara vez ella funciona.
Tomar
té para mí es como un ritual.
No
es que lo disfrute particularmente, pero me gusta preparar todo.
Casi como una escenografía.
Primero
pongo el saquito en una tetera, una de porcelana que era de mi tía.
Después
busco las tacitas que son del mismo juego, y dispongo una mesa con
un mantel cuyo bordado es muy parecido a los dibujos del juego de té.
Lleno
un azucarero que uso solo para visitas y agarro el único plato de mi
cocina que no está cachado. Listo.
Ahora
pongo el agua en la pava eléctrica y… no anda.
¡Nunca
la uso, y justo cuando la necesito, la muy malvada decide que mejor
no, mejor no darme el gusto de tomar té y me mira con esa cara
burlona de suficiencia!
Ahhhhhh…
estoy a punto de tirar la pava por los aires.
Podría
calentarme agua en la hornalla, pero no quiero. Tarda mucho, y
además ya se me fueron las ganas.
Me
acuesto en el sillón. El día fue largo; un día complicado en el
trabajo, hacer toda esa gira por corrientes para ver a mi hermano…
recién me doy cuenta ahora, que no tengo ese hermoso momento de
llegar a casa en el que el café calentito juega un rol
imprescindible.
En
fin. Intento relajarme, aunque pienso en lo caro que va a salir
arreglar la cafetera y la
pava…
Mi
mente baraja distintas posibilidades, entre ellas ver la película
recomendada por mi hermano,y calentarme algo para merendar. Me decido
por la merienda.
Rebusco
en la heladera. No hay mucho, pero puedo encontrar un par de cosas
pasables.
Toco
los botones del microondas de forma automática, como lo suelo hacer, pero no percibo la suave vibración ,y cuando lo miro veo que los
números no se marcaron.
“¡¿Todo
se tiene que romper hoy?!”.
Esto
me está estresando. Por qué de repente nada anda, no sé, pero me
frustra.
Lo
único que puedo hacer ahora es ver la película, pero cuando
intento prender el televisor, la pantalla negra me mira impasible.
Suelto
un insulto: no sé que me angustia más: pensar en toda la plata que
me va a salir arreglar todo eso, sentir un enorme complot de mi casa
contra mí o saberme tan dependiente de la tecnología. Me siento muy
frustrado.
Escucho
unos golpes en la puerta. Estoy a punto de gritar a quien sea que se
vaya cuando escucho la voz de Martita.
Martita
es mi vecina de arriba. La adoro.
No
la veo mucho, y yo no soy muy simpático que digamos con la gente
en general, pero Martita decidió ni bien me mudé adoptarme como a
un nieto.
Martita
vive sola, y suele venir cada tanto con un budín y nos tomamos un
mate en casa. (De hecho, con ella hago la excepción de calentar la
pava en la hornalla si la eléctrica no anda , y eso es mucho decir).
Se
preocupa mucho por mí, y está tácitamente invitada a todos mis
cumpleaños, a los que siempre llega puntual, con unas delicias
caseras y un regalo exageradamente grande.
La
veo más seguido que a mi hermano, y que a toda mi familia, incluso
creo que también disfruto más su compañía que la de mi familia.
-¿Querido?- ella
me llama así. Intento calmarme porque no quiero estar malhumorado
con ella y abro la puerta.
-¡Hola
, Martita!- digo, con todo el entusiasmo que puedo, aunque ella
nota que no estoy muy contento.
-¿Muy
cansado? Pero quedate tranquilo, ya llamé a la empresa y me dijeron
que en una hora vuelve.
-¿Qué
cosa?
-La
luz, querido, la luz. ¿No se te cortó? Toda la manzana anda sin
luz- Me siento iluminar por dentro. Suspiro aliviado y siento como
una sonrisa crece en mi rostro. Qué suerte que era solo un corte de
luz.
-Venga, Martita, nos tomamos unos mates- invito.
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