25 de abril de 2019

El complot

                                               

-Ah, y no te olvides: mirá esa película, está buenísima- dice mi hermano como despedida.
Hace mucho no lo veía, pero ya nos pusimos al tanto de todo en un barcito de Corrientes.
Hablamos bastante, dos horas quizás , aunque los temas fueron los mismos de siempre: la familia, el trabajo, películas. Sí: películas.
Es el tema que más frecuentamos, aunque ninguno de los dos es cinéfilo, ni siquiera vemos películas “buenas”, como los clásicos que todo el mundo conoce o los grandes directores. Nos gustan las de zombies, apocalipsis, espías y, básicamente, todas las en las que hay explosiones, tiros e inevitablemente termina por derruirse el mundo.
Tomo el colectivo pensando en la premisa de esa que me recomendó. No entendí mucho, algo así como un descubrimiento de otro mundo en el espacio, y unos zombies que inventan un arma nuclear para invadirlo. También me dijo algo sobre este actor que es genial , que actuó en esta otra película , y no se detuvo para escuchar mi débil pregunta , ni se dio cuenta de que yo no conocía ese actor.
Aunque la sinopsis no me interesa, sé que voy a terminar por verla, y mi inconsciente ya va programando la función para esta tarde, para que cuando en dos años nos volvamos a ver, le pueda contar a mi hermano qué copada la película, qué capo el actor, y él me mire con cara desentendida, sin acordarse de esa recomendación, y preparado para darme otra.
Llego a mi casa y lo primero que hago es acercarme a la cafetera.
Es una cafetera vieja, me la regaló mi papá cuando me fui a mudar solo y a mi papá se la regalaron en su boda.
Milagrosamente sigue andando, aunque ya llevó varias reparaciones que me costaron una fortuna.
Ella y yo tenemos un trato: ella se rompe solo cada tres años y yo siempre la hago arreglar, a cambio de los tres siguientes años de paz y buen café.
Supongo que por eso no la tiro, aunque me saldría más barato comprar una nueva.
La enchufo y la lucecita no se prende. No me alarmo, porque nuestro contrato describe “romperse” como definitivamente no hacer café, y no creo que una lucecita que no brilla altere el buen sabor de la bebida.
Pero cuando aprieto el botón me doy cuenta de que definitivamente no anda. Maldigo para adentro. ¿Cuándo fue el último arreglo? Puedo contar los días con los dedos de una mano. Cuatro nomás , y la máquina ya se rompió. Me decepciona; confiaba en ella.
Pienso en los últimos cafés que tomé casi con nostalgia y me siento un inútil por tomarme tan a pecho la situación. Decido hacerme un té.
La pava eléctrica. Otra antigüedad.
Con ella no tenemos un contrato, aunque no necesitamos uno, porque rara vez tomo té. Y rara vez ella funciona.
Tomar té para mí es como un ritual.
No es que lo disfrute particularmente, pero me gusta preparar todo. Casi como una escenografía.
Primero pongo el saquito en una tetera, una de porcelana que era de mi tía.
Después busco las tacitas que son del mismo juego, y dispongo una mesa con un mantel cuyo bordado es muy parecido a los dibujos del juego de té.
Lleno un azucarero que uso solo para visitas y agarro el único plato de mi cocina que no está cachado. Listo.
Ahora pongo el agua en la pava eléctrica y… no anda.
¡Nunca la uso, y justo cuando la necesito, la muy malvada decide que mejor no, mejor no darme el gusto de tomar té y me mira con esa cara burlona de suficiencia!
Ahhhhhh… estoy a punto de tirar la pava por los aires.
Podría calentarme agua en la hornalla, pero no quiero. Tarda mucho, y además ya se me fueron las ganas.
Me acuesto en el sillón. El día fue largo; un día complicado en el trabajo, hacer toda esa gira por corrientes para ver a mi hermano… recién me doy cuenta ahora, que no tengo ese hermoso momento de llegar a casa en el que el café calentito juega un rol imprescindible.
En fin. Intento relajarme, aunque pienso en lo caro que va a salir arreglar la cafetera y la pava…
Mi mente baraja distintas posibilidades, entre ellas ver la película recomendada por mi hermano,y calentarme algo para merendar. Me decido por la merienda.
Rebusco en la heladera. No hay mucho, pero puedo encontrar un par de cosas pasables.
Toco los botones del microondas de forma automática, como lo suelo hacer, pero no percibo la suave vibración ,y cuando lo miro veo que los números no se marcaron.
¡¿Todo se tiene que romper hoy?!”.
Esto me está estresando. Por qué de repente nada anda, no sé, pero me frustra.
Lo único que puedo hacer ahora es ver la película, pero cuando intento prender el televisor, la pantalla negra me mira impasible.
Suelto un insulto: no sé que me angustia más: pensar en toda la plata que me va a salir arreglar todo eso, sentir un enorme complot de mi casa contra mí o saberme tan dependiente de la tecnología. Me siento muy frustrado.
Escucho unos golpes en la puerta. Estoy a punto de gritar a quien sea que se vaya cuando escucho la voz de Martita.
Martita es mi vecina de arriba. La adoro.
No la veo mucho, y yo no soy muy simpático que digamos con la gente en general, pero Martita decidió ni bien me mudé adoptarme como a un nieto.
Martita vive sola, y suele venir cada tanto con un budín y nos tomamos un mate en casa. (De hecho, con ella hago la excepción de calentar la pava en la hornalla si la eléctrica no anda , y eso es mucho decir).
Se preocupa mucho por mí, y está tácitamente invitada a todos mis cumpleaños, a los que siempre llega puntual, con unas delicias caseras y un regalo exageradamente grande.
La veo más seguido que a mi hermano, y que a toda mi familia, incluso creo que también disfruto más su compañía que la de mi familia.
-¿Querido?- ella me llama así. Intento calmarme porque no quiero estar malhumorado con ella y abro la puerta.
-¡Hola , Martita!- digo, con todo el entusiasmo que puedo, aunque ella nota que no estoy muy contento.
-¿Muy cansado? Pero quedate tranquilo, ya llamé a la empresa y me dijeron que en una hora vuelve.
-¿Qué cosa?
-La luz, querido, la luz. ¿No se te cortó? Toda la manzana anda sin luz- Me siento iluminar por dentro. Suspiro aliviado y siento como una sonrisa crece en mi rostro. Qué suerte que era solo un corte de luz.
-Venga, Martita, nos tomamos unos mates- invito.



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