29 de febrero de 2020

Umbral

Jugamos con las cartas de "Contame", tratando de utilizar los verbos "sacudir, volver, susurrar, amar, salir, leer, gritar, traer, invertir, bostezar, merecer, invadir, borrar, correr, morir"

Sintió algo húmedo en su cara. No, húmedo no. Mojado.
Entonces abrió los ojos, y en primer plano vio la cara expectante de Roque.
Bostezó. Iba a ser un día largo.
Se levantó y apartó al perro con la mano. Qué se le daba a ese maldito perro por invadir impertinentemente su sueño y la habitación. Odio a este bicho, pensó.
Se preparó un desayuno y Roque lo miraba.
Yo no me engancho más en esta, pensó.
Se sentó a desayunar. Eran las nueve y media.
Que la próxima Juan se lleve su perro a sus vacaciones, pensó.
Roque, apoyado sobre sus patas traseras, la cola bamboleante, la respiración agitada, las orejas gachas, la lengua grande, húmeda y rosa apenas asomada por su boca entreabierta que dejaba entrever sus colmillos. Roque, su pelo suave, sus ojos saltones que no mostraban signos del paso del tiempo. Roque.
¿Este bicho querrá comida? se preguntó. Todavía no se habituaba a la casa de su amigo. Rebuscó en todos los rincones y por fin dio con algo de comida canina.
No me va a molestar por un rato, se dijo mientras miraba al perro comer vorazmente.
Se sentó a leer y al cabo de un rato el bicho se le tiró encima. Qué quiere ahora.
Casi suplicante probó ponerle un poco más de comida, pero el perro evidentemente quería otra cosa.
Miraba constantemente a la puerta de salida. Viendo que él no entendía se acercó a un sillón y mordió una correa, y arrastrándola con la boca se sentó enfrente de la puerta.
Entre resignado e impaciente, él se acercó a la puerta y le puso la correa. Juntos se asomaron al umbral.
Roque tiraba de la correa pero suavemente. Era un balanceo entre su propia energía y lo que intuía del humano, lo que respetaba de su espacio.
Fácilmente se acostumbró a ese balanceo, sobre todo por las salidas diarias que hacían.
Pasaron los días. A Roque le gustaba correr por el parque, dormir y llevar y traer la pelota babeada que al humano le daba asco agarrar. Y comer.
Todas las mañanas lo miraba,sonriendo casi (o eso le parecía) y con la lengua afuera, pidiendo comida.
Se habituó a sus tiempos, a su espacio. A su respiración agitada y al ruido nocturno de su respiración regular. Se acostumbró a su compañía.
Incluso, lo dejó dormir con él.
Se adaptó a atravesar  ese umbral en el que Roque lo miraba,como probando sus límites y juntos inaguraban la calle madrugadora.
Al cabo de unas semanas volvió su amigo y él abandonó la casa, abandonó esos ritmos.
Abandonó ese sentir.
No quería admitirlo (ni siquiera -o menos aún- consigo mismo) pero había llegado a quererlo.
El perro sí lo sabía.
Pasaron unos meses y Juan lo llamó. ¿Nos tomamos unas cervezas? propuso. Acordaron una fecha y se juntaron.
-¿Cómo está Roque?- preguntó él en un momento, simulando indiferencia
-Ah, no te conté. Roque murió...una pena...igual yo ya quería adoptar otro bicho, un  gato, menos invasor. Pobre Roque, estaba viejo...
Él se quedó quieto, callado. Ahogó sus lágrimas en el vaso de plástico de cerveza sin saber qué sentir.
Pensó en Roque. En sus ojos saltones.
Intentaba apartar su recuerdo, pero no podía. Se disculpó con su amigo.
-Me tengo que ir- dijo, y salió del bar atestado.
El sol del mediodía lo cegó. Apretando sus puños caminó por la calle vacía.
Quería gritar pero no podía. Quería borrar su recuerdo pero no podía.
Entonces pateando piedritas regresó a la soledad de su casa.

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