Entonces, aquella mañana de frío invernal, me negué a mirar hacia los costados, hacia adelante, hacia atrás. Me negué a mirar, a girar la cabeza. Fijé mi vista en el techo, pero no estaba mirando, simplemente estaba pensando en no mirar.
Habían sido los sucesos, tal vez; los cuentos que inventaron, la gente que participó, que miró. Daba miedo, quizás, pensarlo, pero el problema más grave aún era mirarlo, luego, tenías que limitarte a cerrar la boca y recordar todo: los primeros días de invierno, la incertidumbre, la escena.
Pero yo estaba ahí, un par de semanas después. Me había obligado a ir, y a mirar, y ahora no me animaba. Es más: no entendía qué impulso fatal me había arrastrado ahí.
Solo el techo estaba limpio, desentendido del resto, mirándonos impune.
Sentía, tal vez, un deber moral.
Lo intenté, reiteradas veces, pero fue en vano. Sentía como una imposibilidad física, casi como una advertencia. Mi cuerpo me susurraba que no lo hiciera, que no mirara.
Al levantar la mirada, el cuello se me tensaba, se me nublaba la vista, me resbalaban los anteojos por la nariz, me corría frío por la espalda.
No sabía en realidad qué iba a ver. Tampoco sabía qué esperaba ver. Solo sabía que no podía.
Empecé a correr, sin rumbo, sin saber qué hacía. Mi cuerpo actuaba solo. El aire invernal me cortaba el rostro, la nieve acumulada me dificultaba la carrera. No sé por qué pero recuerdo que me inquietaba la nieve; me inquietaba dejar mis huellas impresas, como si algo me fuera a perseguir.
Seguí corriendo. Ya no miraba, ni siquiera veía nada. Los anteojos cayeron sobre la nieve.
Creo que los pisé, rompí un vidrio, quizás me clavé un vidrio. Recuerdo imaginar el vidrio en la nieve, estampado, pero no me atreví a mirar.
Mi cuerpo -si ya no lo había hecho metros atrás- dejó de responderme.
Corría de mi misma, de mi miedo, de la obligación de mirar, sentía miedo, mucho miedo. No tenía nada claro.
Y de pronto, mi cuerpo se detuvo, dejó de correr.
No por voluntad mía, fue decisión suya.
Y miré.
Este texto fue escrito con una variante del "Cadáver exquisito": entre Emilia, Emma y Martina se fue pasando una hoja y cada una escribía un tercio del relato. La primera comenzaba con una situación inicial de terror y las siguientes debían continuar la idea original.
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