~A Popi~
Sí,
definitivamente sí. No hay duda de que superaba al resto con su
increíble inteligencia, con su maravillosa ternura, asombrosa
elegancia y perfecta lindura. Caminaba en puntas de pie, moviendo
cada pelo mientras desfilaba. Saltaba lo justo y necesario, siempre
caía en equilibrio. No cazaba, comía lo que debía, no se olvidaba
jamás de tomar agua. Ojos amarillo opaco, acorazonado hocico color
rosado, peso exacto, uñas idealmente cortadas, pelaje suave y
bellísimo… Su cuerpo, blanco como la nieve, era tan brillante que
servía como linterna en la oscuridad de la noche. Ninguna
enfermedad, sin ceguera, sin sordera. Te entendía cuando le
hablabas, seguramente sabía nuestro idioma humano pero no lo
utilizaba porque era tan bueno que no deseaba presumir; utilizaba su
suave maullido aún mejor que el promedio. Por las tardes, te recibía
sentada en la puerta, se acostaba como una bola perfecta en tus
piernas a la hora de dormir.
Rojo, rojo intenso,
profundo rojo. Pelaje empapado. Pupilas dilatadas, teñidas de noche,
mirando un punto fijo; el iris acompañaba en el borde dando un
escalofriante aspecto. Bigotes caídos al ras del suelo, nariz seca.
Cola y patas tiradas, sin ánimo, sin fuerzas para volver a moverse
alguna vez. Músculos petrificados, estómago hinchado, boca
semiabierta, mente en blanco, corazón inmóvil…
Ojos que nunca más
iban a cerrarse, que nunca más iban a verme sonreír. Hocico que
nunca más iba a olerme, bigotes que nunca más iban a guiarla,
músculos que nunca más iban a moverse ni dejarla caminar, boca que
nunca más podría comer, corazón que nunca más iba a latir, mente
que nunca más iba a funcionar, no permitiría alegrarla,
entristecerla, sentir, pensar, soñar, ni dejarme ser feliz…
Al otro lo trajeron
poco tiempo después, aún no me había recompuesto por la muerte de
mi hermosa gata. En aquel momento, te podría haber descripto
indudablemente todos sus defectos, porque sí: no era un gato que se
adecuaba al término “lindo”. Tenía un pelaje irregular y
áspero, con manchas de todos los tones de marrón y negro, el resto
era de un blanco muy distinto a la nieve, un blanco con aspecto de
suciedad constante. Saltaba agitando sus patas para intentar cazar
una mosca, aunque la intención estaba, nunca lo lograba y rara vez
caía correctamente. Su falta de audición no le permitía maullar
correctamente, su gran apetito lo hacía engordar cada vez más, su
mente se olvidaba de darle al cuerpo la señal de beber agua. Golpes
eran sus pasos en el piso de madera, como si golpeara un tambor. No
te recibía por las tardes, se quedaba durmiendo; por las noches no
se acercaba a mis pies: salía por la ventana del baño, intentando
pasar su panza, y recorría quién sabe qué parte de la ciudad. Era
un gato feo, un gato aún peor que el resto. Me miraba con sus perlas
doradas e intentaba decirme algo, yo giraba la cabeza, pero lo único
que me importaba era que parara con sus alaridos agudos e
insoportables que no me dejaban tranquilo. No era educado ni fino,
parecía que no le importaba nada, hacía lo que quería sin seguir
indicaciones de su dueño.
Tal vez, en ese
entonces, hubiese querido abandonarlo, sacarlo de mi casa. Se me pasó
por la cabeza millones de ideas de como realizarlo, entre las que se
encontraban simplemente tirarlo en la ruta o regalarlo a una familia
que lo aprecie. Yo no lo quería, no me gustaba pasar tiempo con él,
no aguantaba todos sus defectos, estaba demasiado acostumbrado a la
bella gata blanca.
Un día, se me
acercó y se subió a mi falda mientras yo leía el diario. A
continuación, intentó sin éxito acostarse en las hojas de papel,
luego quiso romperlas, tirarlas… Yo sólo me enojé, empecé a
gritarlo y a pegarle con las noticias del domingo. No entendía cuál
era la razón para tremendo acto, si no era simplemente molestarme.
Me olvidé del hecho en poco tiempo, pero no pude evitar recordarlo
cuando al domingo siguiente se volvió a repetir el mismo suceso.
Semana tras semana, el gato intentaba fastidiarme cada vez más. No
supe que hacer, estuve una larga tarde de sábado pensando una
solución, pero no encontré nada digno. Seguí intentando hasta que
el día pasó y nuevamente me encontraba con el animal intentando de
todo. No me enojé esta vez, lo dejé seguir para ver hasta que grado
de irritación quería que llegara; pero, para mi sorpresa, cuando
empecé a mirar lo que realizaba, salió de mis piernas y se sentó
en el suelo, me miró y trató de maullar. Anonadada, lo observé,
saqué mi mano que señalaba los renglones del periódico para que no
me perdiera, la bajé y la pasé por su lomo.
Ronroneo, ronroneo
fuerte. Ronroneo cada día, cada hora, todo el tiempo.
Tardé en
comprenderlo, bastante, pero finalmente entendí lo que trataba de
decirme silenciosamente. Hasta hoy me arrepiento por la ignorancia
que tuve cuando lo vi por primera vez, no sé como disculparme… Por
más de su falta de atractivo físico, era una gato, un gato como
cualquier otro. Lo transformé en un animal hermoso, con una dosis de
mimos y caricias. Logré que deje de ser un felino más feo que lo
común, lo empecé a ver como inédito y original. Sus ojos dorados,
maravillosas joyas; sus bigotes y hocico deformes, únicos;
dificultad para escuchar, mejor felicidad al observar; torpe ruido al
caminar, música en vivo para mí; desequilibrio al intentar cazar,
la mosca se salvaba y él se divertía. Y sí, aunque su pelaje no
era blanco y prolijo, era un cuadro viviente, una obra de arte que
tenía la suerte de ver cada semana. Entendí y acepté su belleza,
distinta a las demás. Aprendí a leer cada vez el diario bajo su
majestuosa y extravagante cola, a acariciarlo a cada rato, a ayudarlo
a recordar que tenía que tomar agua, que no tenía que comer tanto,
a mimarlo y cuidarlo. Aprendí a hacerlo ronronear. Me enseñó a
quererlo, yo, aprendí a amarlo.