3 de agosto de 2019

Mi gata perfecta

           ~A Popi~

Sí, definitivamente sí. No hay duda de que superaba al resto con su increíble inteligencia, con su maravillosa ternura, asombrosa elegancia y perfecta lindura. Caminaba en puntas de pie, moviendo cada pelo mientras desfilaba. Saltaba lo justo y necesario, siempre caía en equilibrio. No cazaba, comía lo que debía, no se olvidaba jamás de tomar agua. Ojos amarillo opaco, acorazonado hocico color rosado, peso exacto, uñas idealmente cortadas, pelaje suave y bellísimo… Su cuerpo, blanco como la nieve, era tan brillante que servía como linterna en la oscuridad de la noche. Ninguna enfermedad, sin ceguera, sin sordera. Te entendía cuando le hablabas, seguramente sabía nuestro idioma humano pero no lo utilizaba porque era tan bueno que no deseaba presumir; utilizaba su suave maullido aún mejor que el promedio. Por las tardes, te recibía sentada en la puerta, se acostaba como una bola perfecta en tus piernas a la hora de dormir.



Rojo, rojo intenso, profundo rojo. Pelaje empapado. Pupilas dilatadas, teñidas de noche, mirando un punto fijo; el iris acompañaba en el borde dando un escalofriante aspecto. Bigotes caídos al ras del suelo, nariz seca. Cola y patas tiradas, sin ánimo, sin fuerzas para volver a moverse alguna vez. Músculos petrificados, estómago hinchado, boca semiabierta, mente en blanco, corazón inmóvil…
Ojos que nunca más iban a cerrarse, que nunca más iban a verme sonreír. Hocico que nunca más iba a olerme, bigotes que nunca más iban a guiarla, músculos que nunca más iban a moverse ni dejarla caminar, boca que nunca más podría comer, corazón que nunca más iba a latir, mente que nunca más iba a funcionar, no permitiría alegrarla, entristecerla, sentir, pensar, soñar, ni dejarme ser feliz…



Al otro lo trajeron poco tiempo después, aún no me había recompuesto por la muerte de mi hermosa gata. En aquel momento, te podría haber descripto indudablemente todos sus defectos, porque sí: no era un gato que se adecuaba al término “lindo”. Tenía un pelaje irregular y áspero, con manchas de todos los tones de marrón y negro, el resto era de un blanco muy distinto a la nieve, un blanco con aspecto de suciedad constante. Saltaba agitando sus patas para intentar cazar una mosca, aunque la intención estaba, nunca lo lograba y rara vez caía correctamente. Su falta de audición no le permitía maullar correctamente, su gran apetito lo hacía engordar cada vez más, su mente se olvidaba de darle al cuerpo la señal de beber agua. Golpes eran sus pasos en el piso de madera, como si golpeara un tambor. No te recibía por las tardes, se quedaba durmiendo; por las noches no se acercaba a mis pies: salía por la ventana del baño, intentando pasar su panza, y recorría quién sabe qué parte de la ciudad. Era un gato feo, un gato aún peor que el resto. Me miraba con sus perlas doradas e intentaba decirme algo, yo giraba la cabeza, pero lo único que me importaba era que parara con sus alaridos agudos e insoportables que no me dejaban tranquilo. No era educado ni fino, parecía que no le importaba nada, hacía lo que quería sin seguir indicaciones de su dueño.
Tal vez, en ese entonces, hubiese querido abandonarlo, sacarlo de mi casa. Se me pasó por la cabeza millones de ideas de como realizarlo, entre las que se encontraban simplemente tirarlo en la ruta o regalarlo a una familia que lo aprecie. Yo no lo quería, no me gustaba pasar tiempo con él, no aguantaba todos sus defectos, estaba demasiado acostumbrado a la bella gata blanca.
Un día, se me acercó y se subió a mi falda mientras yo leía el diario. A continuación, intentó sin éxito acostarse en las hojas de papel, luego quiso romperlas, tirarlas… Yo sólo me enojé, empecé a gritarlo y a pegarle con las noticias del domingo. No entendía cuál era la razón para tremendo acto, si no era simplemente molestarme. Me olvidé del hecho en poco tiempo, pero no pude evitar recordarlo cuando al domingo siguiente se volvió a repetir el mismo suceso. Semana tras semana, el gato intentaba fastidiarme cada vez más. No supe que hacer, estuve una larga tarde de sábado pensando una solución, pero no encontré nada digno. Seguí intentando hasta que el día pasó y nuevamente me encontraba con el animal intentando de todo. No me enojé esta vez, lo dejé seguir para ver hasta que grado de irritación quería que llegara; pero, para mi sorpresa, cuando empecé a mirar lo que realizaba, salió de mis piernas y se sentó en el suelo, me miró y trató de maullar. Anonadada, lo observé, saqué mi mano que señalaba los renglones del periódico para que no me perdiera, la bajé y la pasé por su lomo.



Ronroneo, ronroneo fuerte. Ronroneo cada día, cada hora, todo el tiempo.
Tardé en comprenderlo, bastante, pero finalmente entendí lo que trataba de decirme silenciosamente. Hasta hoy me arrepiento por la ignorancia que tuve cuando lo vi por primera vez, no sé como disculparme… Por más de su falta de atractivo físico, era una gato, un gato como cualquier otro. Lo transformé en un animal hermoso, con una dosis de mimos y caricias. Logré que deje de ser un felino más feo que lo común, lo empecé a ver como inédito y original. Sus ojos dorados, maravillosas joyas; sus bigotes y hocico deformes, únicos; dificultad para escuchar, mejor felicidad al observar; torpe ruido al caminar, música en vivo para mí; desequilibrio al intentar cazar, la mosca se salvaba y él se divertía. Y sí, aunque su pelaje no era blanco y prolijo, era un cuadro viviente, una obra de arte que tenía la suerte de ver cada semana. Entendí y acepté su belleza, distinta a las demás. Aprendí a leer cada vez el diario bajo su majestuosa y extravagante cola, a acariciarlo a cada rato, a ayudarlo a recordar que tenía que tomar agua, que no tenía que comer tanto, a mimarlo y cuidarlo. Aprendí a hacerlo ronronear. Me enseñó a quererlo, yo, aprendí a amarlo.

1 comentario:

  1. Es una hermosa narración del "diálogo" que se establece entre un gato y una niña muy sensible que logra aceptarlo y quererlo como es.

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